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Una de esas deudas que tenía con mi yo de ocho o nueve años, que nunca pasó del segundo nivel.

Aunque no ha envejecido tanto como me esperaba, tampoco es, que digamos, un buen vino.

En primer lugar, la estética es mi mero mole: ambientaciones lóbregas llenas de niebla y lluvia, callejuelas góticas del Londres victoriano, aberraciones eldritcheanas en low-poly ¿Qué más se puede pedir?

Por lo demás, es un amasijo de escenarios no del todo intencionadamente laberínticos -a lo cual le da en la torre el medidor de estamina que exige combate continuo- y unas mecánicas que en general consisten en cornerear a los enemigos y encadenar combos más o menos sencillos.

El jefe final, por otro lado, es, válgame, una auténtica pesadilla y bastante frustrante en comparación al resto del juego.

¡Qué pequeña gran joyita!

La existencia de este DLC es, en sí, cuando menos una curiosidad, sino es que casi una especie de milagro. Me explico: Su triunfo radica en tomar las mecánicas del juego principal -disparar, esconderse, arrojar objetos- y ponerlos al servicio de momentos mínimos pero emotivos, divertidos y profundamente humanos.

Lo cierto es que, aunque entiendo la necesidad de conservar las secuencias de batalla y supervivencia (y por más divertido que sea provocar que infectados y saqueadores se maten entre sí), estas partes acaban por estorbar hasta cierto punto, porque los momentos culminantes están en otro lado: la tienda de Halloween, la pelea de pistolas de agua, el maravilloso QTE de la maquinita de peleas, donde se resignifica nuestra interactividad con los botones, se acentúa la relación entre las protagonistas y se minimiza la violencia, pero sin perder la noción de peligro, de pérdida, de decadencia postapocalíptica. Una auténtica rareza para una saga AAA.

Puntos extra por ese final: se necesita toda una maestría narrativa para saber cuándo cortar, que a veces es más significativo y elegante no mostrar algo que hacerlo.

Hace mucho que no terminaba un juego cuya raison d'etre fuera, simple y llanamente, ser muy, muy divertido. Mario 64 no necesita ser perfecto ni haberse mantenido vigente en cada uno de sus aspectos, porque su apuesta depurada y honesta por el entretenimiento lo compensan todo.

Si bien no pueden dejar de mencionarse sus defectos ―un final anticlimático cortesía de un Bowser que se muere a la primera, algunos objetivos super crípticos, y, sobre todo, una cámara que, pese a lo ajustable, nunca deja de estar rotísima―, ninguno de estos realmente opaca la experiencia general ni lo impactante que resulta su contribución a las mecánicas 3D.

La curvatura de aprendizaje también es algo digno de elogio, quizá en parte gracias a su avance no-lineal. Excepto por, quizá, Rainbow Ride (maldito nivel del infierno) el juego aprieta pero nunca ahorca; casi cada estrella se siente como un logro, un triunfo del sudor y la persistencia, pero nunca como algo completamente fuera de tus capacidades.

En general, la relación controles-niveles-dificultad, si bien no se halla tan pulida como en los posteriores Galaxy, sigue siendo asombrosa, más tomando en cuenta la cantidad de cosas que tuvieron que diseñar prácticamente sin precedentes. Me atrevo incluso a decir que tiene el conjunto de niveles más memorable de toda la saga, lo cual no es decir poco.