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Más juego de rol que la mayoría de rpgs que existen. Sin el componente social directo del rol de papel y lapiz, la experiencia de jugar Dwarf Fortress es una absorta y solitaria. Pero un componente social indirecto surge inevitablemente. Como generador de historias que es, crea la necesidad natural de contar esas historias. La crudeza de la presentación en ASCII es perfecta para la abstracción literaria de la propuesta. Y de ese impulso a compartir surgen todos esos post en foros, vídeos de youtube, guías y crónicas, como una extensión más de lo que es Dwarf Fortress. Una comunidad altruista empeñada en compartir conocimiento sobre un juego gratuito hecho por dos hermanos a lo largo de su vida. Un creador de mundos, civilizaciones, fortalezas y enanos obsesionados con la cerveza y cavar hasta encontrar la efímera gloria o su inevitable ruina.

Una de las cosas que no esperaba de Metroid Prime es que fuera un zelda. Los jefes son de zelda, cada nivel está planteado como mazmorra de zelda y hasta suena la tonada de zelda cada vez que resuelves un puzzle. Pero también es super metroid, así que prepárate para dar vueltas, muchas vueltas, y ahí tienes tus puertas cerradas para más adelante y el tramo final de recolección de 12 artefactos. El tedio de la filosofía Nintendo se prolonga toda la aventura, sala por sala. Llegas a una puerta sin energía, busca tres interruptores con la visión térmica para abrirla. Entras a la siguiente sala, la puerta está sin energía, busca tres interruptores con la visión térmica para abrirla. Consigues una mejora para el blaster, una señal te indica que debes ir a la zona contraria del mapa.

La mazmorra no funciona como lugar creíble pues la verosimilitud se pierde entre artificales secciones de plataformas y rompecabezas. No funciona como espacio a resolver ya que la exploración no es el reto en ningún momento. No funciona como escenario para una acción de repetitivos encuentros con la profundidad de un charco. Y yo me pregunto, ¿en qué funciona Metroid Prime?

Lo que tiene de propio suena mejor en la teoría que en la práctica. La primera persona, que nos pone en la piel de la cazarrecompensas, con su interfaz orgánica, tiene su gracia y da personalidad a un avatar que de otra forma quedaría desdibujado. Aparte, intenta sacarle algo de partido al punto de vista con los distintos visores, aunque acaben teniendo un uso anecdótico. El escáner, la excusa narrativa para conocer la fauna y flora local, termina siendo una herramienta de ayuda al avance y una guía de puntos débiles de jefes y enemigos antes que un instrumento para el aprendizaje y descubrimiento del ecosistema. Poco interés naturalista muestra el juego cuando los únicos seres que podemos escanear son los que tienen repercusión directa en el juego y nada nos dirá de un banco de peces, insectos fluorescentes o las aves del cielo.

Me da hasta pena Samus, pues con todo su traje de terminator y habilidades extraordinarias no deja de tener la misma voluntad individual que el escarabajo que se te lanza al ataque en el mismo pasillo de siempre. En este escenario artificial con apariencia de mundo, ocupa su lugar como eslabón que mueve el engranaje que es el videojuego, pero nunca como exploradora, cazadora o aventurera.

Las vagas similitudes de Dark Souls 2 con la saga King's Field solo sacan a relucir el deterioro en el diseño vertebral de estos juegos. Donde antes el protagonismo estaba en el lugar, ahora lo está en la acción. Donde antes se buscaba ponerte en los pies de un aventurero y actuar en primera persona, ahora se limitan a saturar el pasillo al siguiente atajo de enemigos en sus estudiadas posiciones. Poco queda de la espeleología de la saga prima, aunque se ven retazos. Se intuyen paralelismos en los golems del bosque renacidos en árboles o en la imagen de un rey Vendrick consumido en su soledad (en Dark Souls 3 habrían convertido este encuentro en una pelea multifásica). Existen ecos de cierta ciudad subterránea en esta aventura suplementaria, donde buscamos la corona de un rey olvidado en lo profundo de un templo custodiado por un dragón. Cuando pisamos una placa que activa una trampa o accionamos con una flecha un mecanismo que descubre un pasadizo secreto, nos viene el lejano recuerdo de cuando éramos arqueólogos y no guerreros.

Poinpy, en su simpleza, revela los defectos de una de las peores desviaciones que ha tomado el diseño del roguelike: las mejoras persistentes o entre partidas.

Al empezar a jugar, tienes muy pocos saltos y ninguna mejora, por lo que superar la primera sección, ausente de plataformas, cuesta. La pantalla de tu móvil se hace abismo para la bolita verde. Cada salto, es decir, cada pulso de tu pulgar, importa. Luego vas pudiendo detenerte entre fruta y fruta, y la partida echa a andar. Pero conforme avanza, el juego te pide que recojas cada vez más fruta antes de pisar un soporte. Llegado el momento eres incapaz de saciar al monstruo que te sigue, e inevitablemente mueres.

Si echas más partidas, el juego recompensa tus muertes con puntos de experiencia para conseguir más saltos, y moned, digo, semillas con las que comprar mejoras. Esto te permite llegar más lejos en tus partidas, pero las vuelve banales de forma exponencial. Cuando tienes tantos saltos que ni los cuentas, estos dejan de tener valor, y apoyar el dedo vuelve a ser tan trivial como cuando haces scroll en cualquier red social. Con las mejoras, las amenazas ya no lo son tanto y los errores proliferan, ya que apenas tienen castigo.

Para resumir, los defectos que comentaba son principalmente dos: el primero es que esta filosofía de diseño parece querer generar una narrativa de superación en base a la constancia. Sigue intentándolo y llegarás más lejos, etc. Pero en realidad lo que uno percibe es la condescendencia del diseñador, que siente que tiene que darte recursos extrínsecos para que consigas superar los retos que propone. Y precisamente que esos recursos sean externos es el otro gran defecto.

Cuando en otros juegos vas encontrando las mejoras en el transcurso de la partida, a la manera de los arcades, ya estén puestas ahí fijas o aleatorizadas, recogerlas forma parte del viaje. Una buena partida se puede joder si tu nave no se equipa con ese arma de la fase 2, y otra normalilla se convierte en la ganadora gracias a la vida extra que descubriste de chiripa, o a la escopeta que nunca compras pero hoy sí. Sea de una u otra forma, hay cohesión, y cada pequeño evento resulta inseparable de esa run.

Pero cuando los aumentos se eligen antes de empezar, las decisiones más importantes de la partida las estás tomando fuera de ella, y jugar es el trámite que hay que pasar para ver si has elegido bien. El peso del juego se ha desplazado a eso que no es jugar. Por ello, uno ya no valora el gusto de ir brincando, ni el paseo ascendente, ni mecánicas más acertadas, como la recuperación de los rebotes.

Aparte de esto, se que hay mucha gente que ha celebrado Poinpy por recordar esa época en la que los juegos para móviles no estaban plagados de micropagos, anuncios, gachapones u otras perversiones, pero yo no tengo esa clase de nostalgia.

Es con diferencia el SoR que más he jugado, no porque sea el más completo o la experiencia definitiva de la saga, sino porque no me llena. Es divertido, los golpes se sienten con fuerza y es satisfactorio hacer rebotar enemigos contra la pared, pero la tensión está tan extendida en la hora y media de partida, que se diluye y lo terminas jugando en automático. Los beat em ups son juegos de prioridades, donde entender qué ataques tienen prioridad frente a qué otros es clave para no recibir hostias a cada rato. Una vez interiorizas sus reglas, el resto es un tema de ejecución y saber moverte por las verticales. Es misión del juego situarte en situaciones suficientemente comprometidas para que no te resulte fácil seguir el plan. Por eso muchas veces los jefes rompen las normas, no se aturden con los golpes, te interrumpen a mitad de un combo o no se dejan agarrar, para que busques otras soluciones. Pero con tantos recursos a mano, ataques rápidos, cargados, en salto y especiales con tiempo de inmunidad, acabas encontrando la prioridad la mayor parte del tiempo. Nunca llegas a apretar los dientes y nunca llega ese momento de pulsaciones subiendo y ejecución estricta bajo presión para superar un desafío. Por todo lo que hace bien de base, siempre es agradable de jugar y siempre tienes ganas de más, pero personalmente me quedo con el juego que en una partida sea capaz de saciarme.

Continuación de Nekketsu Koh Kunio-kun (Renegade en la versión occidental), uno de los primeros beat em ups de arcade y predecesor de Double Dragon, trasladado a consola y al jrpg. Una premisa que normalmente me parecería aborrecible, la encuentro aquí llevada con mucha inteligencia.

Los golpes carecen del impacto de Renegade, no caben más de dos enemigos en pantalla por lo que la gestión de multitudes es casi inexistente y no existe la profundidad que sí tenía su predecesor de arcade (sin ser aquel ejemplo de elegancia en su diseño), pero encuentra un giro mecánico inesperado añadiendo fisicidad a su entorno. Los cuerpos rebotan, chocan entre sí, correr guarda su inercia, puedes saltar encima de objetos, muros o compañeros y todo se presta al jugueteo. Las técnicas se alejan de los combos de un juego de lucha, (donde ejecutas una serie de comandos precisos en secuencia) y por el contrario nacen de un contexto de sistemas en fricción. Esto se potencia a dobles donde al combinar sus elementos brotan siempre resultados inesperados. Puedes agarrar una caja del suelo y golpear con ella a enemigos o lanzarla si te viene mejor, o puedes ir corriendo darle una patada en el suelo para dispararla hacia delante. Y si un enemigo la suelta al aturdirse esta rebota y sigue impactando a quien se acerque. O puedes subirte encima de la caja mientras la agarra otro personaje. Reacciones en cadena que viven en un medio físico. Y a pesar de todo, nada de eso es necesario para avanzar. Solo existe de fondo, como tantas otras cosas del juego.

El planteamiento menos lineal y el bucle típico de ser apaleado una y otra vez hasta hacerte más fuerte y lograr vengarte, tiene sentido en su narrativa de pandillero adolescente en Japón. Presta especial importancia a la construcción de su mundo, no mediante texto, sino con contexto. Presenta una cantidad de sistemas invisibles de fondo que determinan la experiencia y dan vitalidad al entorno. El comportamiento de los matones depende de la banda a la que pertenezcan, algunos huirán si los golpeas, otros se volverán más agresivos; si mantienes un código de honor en la calle, subirá tu reputación y al vencer a algunos jefes se te unirán como compañeros y su banda dejará de ser hostil; encontrarás enemigos con personalidad a los que si derrotas volverán más adelante buscando la revancha y más sorpresas que guarda el juego y que no explica en ningún momento ni te obliga a descubrir. Sumado a la fisicidad de antes, el resultado es una experiencia más amplia y completa de lo que aparenta, donde verdaderamente sientes habitar un mundo vivo.

Y es una pena que su acción no logre despegar porque todo lo que la rodea está llevado con mucho estilo e imaginación. Jugando solo termina dependiendo en exceso del grindeo y a dobles es un paseo, por lo que no termina de encontrar un equilibrio. Renuncia a la inmediatez y densidad de la experiencia arcade para buscar más profundidad en su mundo, y, aunque preferiría más contundencia y hondura en su combate, es innegable que lo que busca lo consigue.

A videogame about providing accompaniment.
A videogame based on companionship.

Funciona en un equilibrio entre dos mundos.
Un mundo frío y calculado, de gestionar el escaso espacio de la caja, de tomar decisiones constantes sujetas a la siguiente fruta aleatoria a añadir, de planificación y de adaptaciónn ante los imprevistos.
Y un mudo físico, vibrante, de jugueteo en el deslizamiento de las frutas, el roce y la presión entre si, las cerezas saliendo disparadas y el equilibrio inestable de los círculos apelotonados unos sobre otros.
Dos mundos opuestos y complementarios. Cabeza y corazón. Compactado en partidas de 10-20 minutos, siempre distintas, siempre divertidas, tanto para pasar el rato como para strimear delante de miles de personas. Que juegazo tío.

>Looking for a new Doom-like
>Ask in forums if PowerSlave is any good
>Users don't understand
>I pull out illustrated diagram explaining what good progression, enemy and level design is
>User laughs and says "it's a good game sir"
>Buy game
>Its a metroidvania

Yars' Revenge era un juego muy especial. Con pocas reglas bien cohesionadas, de carácter deportivo. Con una etapa de romper la defensa y otra de acertar el tiro. Comer el escudo tenía un tacto muy concreto, que empujaba al insecto hacia atrás con cada colisión. Acertar con el cañón Zorlon requería precisión y timing e ir con cuidado de no cruzarte en mitad de la trayectoria, como una versión digital de chutar a puerta. Su presentación era perfecta. El fondo plano, el parpadeo estroboscópico de sus elementos y la música monótona de tonos bajos inducían a un estado de trance. Nada de esto está en Yars Recharged. Sigues teniendo que comer el escudo y disparar al núcleo, pero ya ni lo primero mantiene la fricción ni lo segundo requiere precisión. La presentación tampoco consigue el efecto trance del original. Es un juego soso en diseño, sin gusto estético y ausente de nuevas ideas. Y esto es la norma para toda la serie Recharged. Redescubrir arcades e ideas clásicas algo olvidadas y adaptarlas a las nuevas posibilidades de la tecnología no me parece un mal punto de partida, es lo que Housemarque o Jeff Minter llevan haciendo toda la vida. Incluso lo considero necesario para revitalizar un panorama algo estancado por los mismos referentes. Pero requiere un aprecio previo a las fuentes y capacidad de análisis y sustracción de los elementos que hacían especiales a aquellos arcades primitivos. En otras palabras, requiere un gusto arcade del que SneakyBox carece.