Ese último deseo de Linebeck. La expresión de su cara (reservada al jugador, secreta para los personajes) antes de desvanecerse para siempre. Revelan la naturaleza de su carácter: le costaba abrir su corazón, eso es todo. La redención se hace de rogar y por eso es tan conmovedora. Y llega justo en la antesala de su (negada) despedida, tiñendo de tristeza la separación.

Y ese avistamiendo final con el que cierra el juego, su última imagen antes de los créditos. Se levanta la música, nos asomamos por la borda y se nos llena el corazón. Como en Link's Awakening, plano final apuntando al cielo incluido, pero mejor. Ese adjetivo que la saga ha sabido exprimir tan bien en varias de sus entregas: agridulce.

Zelda podía llegar a sentirse así a veces, podía generar arrebato en uno, llegarle a la patata. Y por eso me engañó durante tanto tiempo, haciéndome creer las mentiras de aventura y descubrimiento que sus premisas y puesta en escena contaban pero que su acomodaticio, tedioso y conservador diseño contradecía. Pasados los años, el tiempo ha conseguido que el hechizo ya no tenga efecto en mí. La mayoría de Zeldas, varios de los más célebres inclusive, son en realidad mentiras mal contadas adornadas de grandes momentos y edulcorantes melodías. Suficiente para dar el pego superficialmente, no lo bastante como para soportar una mirada crítica. No la mía, al menos.

Phantom Hourglass es terrible. ¿Cómo puede algo pretenderse leyenda o aventura y sentirse así de domesticado, tedioso, conservador, soso, insustancial? Y yo recordaba el juego como una experiencia sencilla pero decente. Por el tramposo recuerdo que deja su final, asumo.

Reviewed on Feb 20, 2021


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