Una vida destrozada por la tragedia, varias vidas, fragmentadas; los retazos de lo que uno fue, lo que pudo ser y lo que nunca más podrá ser. Sueños, ambiciones, deseos, miedos, todos coalesciendo en un flujo que no distingue entre principio ni final, entre realidad o ficción. Qué pasó y qué creemos que pasó, o qué nos hicieron creer que pasó, o qué nos decimos a nosotros mismos que pasó para poder lidiar mejor con lo que perdimos. Tal vez no haya una respuesta, y tal vez, al fin y al cabo, ni siquiera importa. Después de los pelmazos de las últimas dos entregas, la franquicia vuelve a sus principios más básicos con una especie de reimaginación del primer juego, adaptándolo a mecánicas y formatos más modernos, que recuerdan mucho a los juegos de terror de la época, tales como el Slender o el Amnesia, y mimetizando el aspecto psicológico de la segunda entrega, enfocándose en elementos más oscuros como el duelo familiar, la represión y depravación sexual, los excesos de todo tipo. Los recursos dramáticos que utiliza son clichés y baratos pero cumplen su cometido de generar una respuesta emocional en el jugador. Es, al menos, mejor que 4: The Room y Origins, y es probable que sea la última buena entrega de la saga.

Pésimo por donde se lo mire; una precuela que toma la premisa relativamente básica del primer juego y la expande en formas que no generan ni sentido ni interés, un protagonista vacío de características y una jugabilidad que abandona por completo el sistema establecido en la franquicia a favor de un sistema más moderno enfocado en el combate físico. El diseño de imagen es paupérrimo; que no se pueda ver un carajo en ninguno de los niveles no equivale para nada a generar una atmósfera.