Open Roads se hace más incomprensible cuando, después de jugarlo, se revisitan algunos de sus tráilers iniciales, allá por 2020.

En algún momento el desarrollo descarriló estrepitosamente dejando en el lugar del accidente un juego extraño e incoherente, muy de boquiqui, donde todo lo que parece querer construir se va por el sumidero una y otra y otra vez.

Tambiés es extraño, ya digo, porque artísticamente es un juego muy confuso, narrativamente cuestionable y con unas pretensiones que, quiero pensar, no supimos ver o entender.

No es problema mío, en cualquier caso, y quizá nunca sepamos cómo de importante fue el post Gone Home y Tacoma, pero yo sigo preguntándome quién pedía esto aquí y ahora y, sobre todo, ¿dónde están las open roads?

Hay una sutileza mecánica en Pepper Grinder que me gusta mucho: cuando te desplazas hundiendo tu taladro en la tierra, la rotación del mismo es automática, no es necesario acelerarlo para alimentar el movimiento y, por ende, el desplazamiento.

Sin embargo, siempre que te encuentres de pie en la superficie, la rotación dura unos pocos segundos y es necesario estar atento a una cierta cadencia para acelerar correctamente y que el giro del taladro no se interrumpa súbitamente en un mal momento.

Es un gimmick interesante, pero (por desgracia) totalmente condicionado por ciertos convencionalismos autoimpuestos que impiden que sea un juego más liberador, un juego mejor.

El éxtasis de Pepper Grinder es una sección de disparos alocada en su recta final y creo que es algo problemático.

Me habría gustado recordar la propuesta de Ahr Ech y MP2 Games por la preponderancia de lo smooth del grindeo en sus 3 o 4 horitas pero, como la pepper, esta mecánica tiene algo más de condimento, un buen condimento, que del protagonismo que me habría gustado.

Es reconfortante ver cómo existe, de forma más asidua, una mayor pluralidad reflexiva en el medio, cada vez más internacional y rico si conseguimos ampliar las miras.

También es importante, creo yo, que propuestas como A Space for the Unbound se sientan honestas y no a rebufo, porque también existe el riesgo de diluir la buena intencionalidad de su temática en una fatiga textual y en la trivialidad mecánica.

No llegamos aquí a estos límites porque se genera un interés genuino en sus personajes, en lo empático, en lo costumbrista, en el descubrimiento cultural. Es una experiencia nostálgica y triste, pero también esperanzadora, con mucha simbología, influencias y voluntariedad.

Es una pena que, en ese esfuerzo por el lugar destacado (notable en lo artístico y musical), resulte una experiencia muy recargada, más presuntuosa de la cuenta, casi redundante y reiterativa.

2023

Playables se ha ganado con mérito el puesto y TET sabe perfectamente decirte el por qué.

Es una propuesta bonita, calentita, muy sensorial. TET es conciso en su planteamiento y con un objetivo firme en mente, capaz de hacerte sacar una sonrisa genuina y de llevarte de la mano a través de un diseño claro y secuencial.

Lo que compone lo artístico es de sobresaliente incuestionable, con una paleta de colores explosiva, una identidad propia evidiable y una parte mecánica mundana y familiar. TET huele que alimenta.

Algo tienen los inicios de año con la nostalgia pixelada, que cada enero parece haber hueco para varios títulos de esos que apelan a los 16 bits.

La gente de JoyMasher está ya curtida en mirar en el espejo de los clásicos y aquí se sienten bien las pinceladas megamaneras y shinobianas, algo importante, creo yo, porque no hay nada más incómodo que la inspiración que se siente demasiado impropia.

Vengeful Guardian sabe encontrar su hueco con un planteamiento decente dentro de la simpleza: hay variedad en forma de picoteo en las diferentes fases, una duración justa, suficiente diría, y unos picos de dificultad más o menos bien medidos aunque fácilmente salvables cuando sabes cómo llegar a las S de puntuación por la vía rápida.

Falta un poco de punch, seguramente, pero quizá se fue en buscar un nombre especialmente rimbombante para el título.

Da cierta rabia jugar a Somerville porque, ciertamente, lo intenta. Intenta contar algo interesante, aunque no fresco, y parece tratar de poner el foco en les jugadores invitando a una reflexión, una de tantas, como lo que hizo Inside de una forma muy rotunda e infinitamente más acertada.

No hay la misma suerte aquí, desde luego, empezando por la conexión con un personaje especialmente plano y que nos importa tirando a poco, que no acaricia a su perro ni parece preocuparse por él, el muy desgraciado, y que va tirando con una serie de sucesos que se presentan de una manera atropelladísima, rozando la elípsis pero sin serlo, y que, para más inri, coquetean demasiado con el déjà vu.

Se le ven mucho las costuras, las influencias y las inspiraciones, pero no es que quiera abarcar mucho para apretar poco, es simplemente que no ha llegado. Quizá no era la mejor historia que contar, pero tampoco ha sido la mejor manera de expresarla, ni mecánica, ni narrativamente.


Como para mucha gente, había algo de innevitable en jugar a Return to Monkey Island.

Supongo que hay un cúmulo de circunstancias más o menos lógicas, como el tan integrado factor nostalgia o el condicionamiento derivado de la experiencia pasada, pero, a pesar de la voracidad inicial, se me ha quedado un regusto amargo, de esos a los que les hace falta un postrecillo rico para poner la guinda.

Return to Monkey Island no es una mala aventura point & click pero no me ha parecido especialmente sesuda ni ingeniosa, tampoco graciosamente absurda ni hilarante. Está, que no es poco, después del olvidable Thimbleweed Park, pero Monkey Island 1 y 2 son genuinamente únicos y no sé hasta qué punto es necesario seguir tirando del hilo.

Es cierto que hay, sin duda, una cierta intencionalidad de dignificación aquí, de enderezar el rumbo después de algunos titubeos, pero parece claro que la idea no es despedirse por todo lo alto y hacer una reflexión última, sino abrir una puerta a la exposición de ciertos temas que, ya con cierta edad y perspectiva, como Guybrush, nos suenan.

El principal problema, para mí, es pensar en la relevancia de lo que aquí se expone, si es realmente necesario tal y como se plantea y si no se ha hecho ya, más y mejor, tal y como me parece.

Al final, me pesa más la redundancia y lo anecdótico, lo insulso y la falta de cierta innovación. Todo ello envuelto, eso sí, en un bonito papel de regalo que se abre con ganas.

Durante todo el transcurso de Sunday Gold la mente se me ha ido a Klei Entertainment y a su notable Invisible Inc.

Hay llamativas diferencias entre éste y el título de BKOM Studios que los alejan mínimamente, porque aquí tiene su miga esa intrersección entre la estrategia por turnos más clásica, la apelación al point & click y la aproximación de la acción entre medias, pero lo cierto es que todo se me desinfló prontísimo por lo poco estimulante y lo incongruente que resulta la propuesta en varios momentos.

No resulta un título excesivamente complicado, pero sí estira el chicle en muchas ocasiones en un esfuerzo de serlo artificialmente. Esta intención la he sentido más impostada que consecuente, con unas decisiones mecánicas y jugables que aparecen más por calzador premeditado que por consecuencia natural (o aleatoria, vaya) a nuestras decisiones.

Hay, sin duda, una buena intención y algo de carisma, pero siempre es importante recordar que nunca se abre el horno antes de que termine de subir el bizcocho.




Hay en los buenos detective games un aire que me recuerda a esos fantásticos sokoban que llegan de tanto en cuanto, casi sin hacer ruído, pero con una propuesta pulida, sólida, inteligente y divertida.

De estos cuatro últimos puntos, quizá lo de inteligente sea lo más excepcional en el medio. No por incapacidad, seguramente, sino por el tan común puro beneficio del efectismo.

The Case of the Golden Idol probablemente no sea efectista en su definición más amplia, pero es inteligente por cómo funciona de forma simple, por cómo se desarrolla metódicamente yendo de lo menos complejo a lo realmente complejo y por, a su manera, ser coherente con todo el periplo del ídolo dorado y la sucesión de sus desdichas.

2022

Quizá lo peor de aferrarse a un apartado artístico moderadamente pretencioso, muy concreto y que sirva, sobre todo, como reclamo, es que no tenga nada mínimamente interesante que contar.

Poco o nada hay en Scorn que sirva de salvavidas, porque lo mecánico está manidísimo cuando no chirría demasiado, y el resto cae en el hastío y lo frustrante a pesar de que hay en todo algo positivo: la brevedad para ver los créditos.

Quizá esa apelación a lo dantesco (un tanto aséptico de más) y a lo mecánico meets orgánico se le pueda sacar algo en claro con ojos más receptivos, pero, más allá de ello, el aporte que me resulta más evidente de Scorn es el de pasar de anécdota a un olvido prematuro.