La llama se apaga, el ciclo se repite, y donde una vez hubo un alma ahora solo quedan cenizas.

La exaltación de un recuerdo de niñez reavivado en la forma más pura de aventura.

Ante la aparente limitación y la imposibilidad, se elevan la inteligencia (aquello que permite diseñar y unir las piezas que conforman la totalidad de una obra) y la sensibilidad (la capacidad de dotar al conjunto de un impacto y significado mayor) para dar paso a la posibilidad y la maravilla.

Esa unión es la clave para concebir un mundo tan rico como Hyrule: inhóspito, desafiante, pero también intrigante, poético y evocador. En cada una de sus pantallas aguarda una posible historia, un secreto por descubrir, una bifurcación de caminos donde coexiste el desafío de la navegación junto a la tensión del combate para dar como resultado la lucha por la supervivencia, una lucha donde cada acción y decisión importan frente a estas tierras totalmente indiferentes a nosotros.

Es esa indiferencia la que enfatiza el desafío de esta aventura y su naturaleza indómita por medio de la escasez de recursos, de parajes laberínticos, de supervivientes reticentes, de enemigos impredecibles y de misterios que se ocultan a simple vista. Hyrule se resiste a nosotros y, en consecuencia, buscamos prevalecer pese a la adversidad. Todo ello a través de los ojos de un niño como lo es nuestro protagonista, quien, guiado por su sentido de la justicia y armado con su pericia y valor, afronta los peligros de este reino en ruinas doblegado por la barbarie.

Un niño frente al mundo. Parece un esfuerzo fútil, ridículo, casi imposible, pero con cada derrota, con cada descubrimiento y con cada victoria superamos los límites conocidos. Crecemos. Una vez superada la percepción de esos límites, la figura de ese niño se engrandece. El valor ilumina nuestra senda, revela el mundo y da paso a la posibilidad.
Solo entonces ocurre la maravilla.
Solo así nace la leyenda.