1. Pones mimo en construir un mundo.
2. Añades coleccionables, curiosidades y secretos en él.
3. Das libertad para explorar, sin secuencia a la que ceñirse.
4. Y, finalmente, conviertes al jugador en detective.

Es tan simple que sorprende. A mí me sorprendió encontrarme tan absorbido y disfrutando a tales niveles de algo tan elemental a nivel conceptual. ¿Cómo no se ha hecho esto antes mil veces? Con tanta gente hablando de "lore", enganchada a la historia de un mundo revelada a través de información obtenida mediante la observación de un lugar. Y con el éxito conseguido históricamente por tantos videojuegos de (libre) exploración, ejemplo reciente de Breath of the Wild inclusive, entre muchos otros. Cómo puede ser, me sigo preguntando, que algo como Paradise Killer no apareciese hasta 2020.

Era eso, que aquello que buscar en el mundo fuese la verdad. No power-ups, ni tesoros, ni atajos, ni nuevos lugares a los que acceder. Ni siquiera pequeñas historietas, aunque todo esto funcione y tenga su propósito y ayude. Tan solo eso, la verdad. Una verdad ocultada, secreta, para que el mundo esconda un misterio que desentrañar. En este presunto paraíso, la isla 24, se ha cometido un crimen, y nosotros somos los encargados de resolverlo. He aquí unos presuntos hechos, un presunto culpable. Pero también todos estos sospechosos, y esta isla que es una escena del crimen gigante. ¿Quién sabe más de lo que dice? ¿Quién miente? ¿Quién conspira? ¿Es el relato oficial lo bastante sólido o algo huele a podrido en Dinamarca?

Así pues, a explorar. A buscar pistas, a hablar con la peña, a desmantelar coartadas, a encontrar contradicciones, a descubrir posibles conspiraciones y a atar cabos para, al final, demostrar y ajusticiar en la corte. Con todas las sorpresas y bolas curvas que nos deparará el camino.

Mucho hemos tardado.

Conseguido mecanismo narrativo de intriga, fallido todo lo demás.

999 es una muy rocambolesca historia en un improbable escenario con una improbabilísima secuencia de acontecimientos presentada de tal modo que el jugador empiece entendiendo cero y poco a poco vaya obteniendo pistas, respuestas, sorpresas. No por sí mismo, sino a través de una narrativa concreta. Todo en el momento y al ritmo determinados por la narración. Su cometido es intrigar e intriga, busca enganchar y engancha. Uno siempre quiere ver qué hay tras la siguiente puerta, descubrir qué ocultan otros, dar sentido a la extraña situación, desentrañar el misterio que se va fraguando. Saber qué pasa a continuación. Encuentro innegable el mérito en su meticulosa (casi matemática) construcción y justificación de sorpresas argumentales, en la minuciosidad de su esqueleto narrativo, incluso si sigue de pe a pa los pasos ya andados antes por otras ficciones populares japonesas, a las que no añade gran cosa más allá del formato. Formato que, por otro lado, no se desaprovecha aquí: que el argumento gire alrededor de experimentos con personas da verosimilitud a los puzzles, que pueden permitirse ser casi cualquier clase de acertijo a-la-escape-room sin sacrificar coherencia. En vez de ratas o monos tratando de encontrar la salida, esta vez humanos. Y, por ser humanos, resolviendo acertijos. Con la ventaja añadida de que sabemos, como jugadores, que la solución siempre se encuentra en la sala de la que intentamos escapar, solventando así esa situación tan común en aventuras gráficas clásicas de no saber qué buscar, dónde ir, siquiera qué se supone que hay que hacer. En un videojuego esencialmente narrativo, tan dirigido por su guion, esta es una buena decisión.

También valoro las ventajas que aportan a este tipo de historia los múltiples caminos posibles (siempre queda la intriga de lo no visto y elegido), y encuentro jugosa la premisa tan de ciencia ficción que al principio esconde el argumento pero va revelándose discretamente a medida que avanzamos. Lo que no me gusta y lo empaña todo es, bueno, todo lo que no es esa capacidad del juego por intrigar.

Resulta que, al ser esta una historia tan dependiente de giros inesperados y su habilidad para darles lógica (que al ser revelados nunca los esperemos pero a continuación se nos demuestre que no fue ninguna idea feliz, que estaba todo ahí desde el principio), el título debe justificarlos a base de una gran cantidad de información (para que todo conecte) y explicaciones (para entender la lógica del asunto). Esto implica que dos tercios de lo que vayamos a leer serán explicaciones y justificaciones. Es, sencillamente, demasiado. El universo del juego es incapaz de existir por sí mismo y absolutamente dependiente de su oculto narrador omnisciente, que interviene a través de los personajes y de la voz en off del protagonista. A la larga, uno empieza a notar que, de hecho, no hay interés genuino en el mundo, ni en los personajes, nada. Estos son poco más que excusas, vehículos para hacer girar el engranaje narrativo de intrigar-sorprender-justificar. Explicaciones, ejemplos, justificaciones, más explicaciones. El único personaje omnipresente es uno oculto (el narrador) y poco importan el carácter, la personalidad, o las características en general de las que se intentó dotar a cada personaje, pues en el fondo la función principal de cada uno de ellos será la de servir de interlocutor entre lo que el juego quiere explicarte y tú como receptor de esa información. Y no importa que las circunstancias sean de tensión y apuro (nueve horas para escapar o muerte), siempre hay tiempo para extensas explicaciones con minuciosos ejemplos, diapositivas e info-graphics inclusive, con preciso lenguaje cuasiacadémico, fechas y nombres exactos, términos científicos, etc.. La personalidad y forma de hablar y actuar de cada personaje se evaporará en el momento en que el juego los utilice para su "info-dumping", algo que sucederá todo el tiempo, sin cesar, pues es la única manera que tiene el rocambolesco guion de sobrevivir. Eso o que el narrador se literalizase, algo inviable con tales cantidades de información, mucho más en un videojuego que nos pone en primera persona a tomar decisiones.

Así pues, por mucho que la narración funcione como mecanismo adictivo, al consistir su estructura en personajes interactuando entre ellos y revelando partes de sus personalidades y pasados, fracasa como historia y queda en un punto intermedio como obra, como videojuego. Yo dudaba a medida que progresaba en la aventura, me cuestionaba si pesaba más lo conseguido o la evidente falta de otredad de su universo y personajes. Todo el mérito de su estructura frente a su carencia total de empaque. @Zeloid sostiene, en el último párrafo de su texto sobre The Nonary Games, que estos no tienen nada que decir, y, aunque eso es algo que resulta fácil de afirmar equivocadamente de cualquier cosa que no gusta o con la que no se conecta, debo decir que en el caso de 999 pienso exactamente igual. El juego tiene algo que ofrecer, su mecanismo narrativo de intriga, pero nada más allá de eso pues todo lo que se dice en el juego sirve al propósito de alimentar tal mecanismo. Sin ideas que comunicar, experiencias que contar o personalidades en las que profundizar.

Los momentos en que los personajes se avergüenzan, enfadan, ríen o, en definitiva, muestran quiénes son como, eso, personajes, fueron los que determinaron la balanza, para mí, negativamente. De lo que queda de ellos más allá de la transmisión de información, no hay frase o instante que no sea cliché, ni pretendida emotividad que no resulte cursi y excesiva. Para cuando alcanzamos los finales me atrevería incluso a hablar de mal gusto. Queda claro, a cada hora de juego más, que la meticulosidad matemática que caracteriza la propuesta es inversamente proporcional a su sensibilidad. Su avanzada lógica viene con carencias de sentido común y su inteligencia es algebraica, no emocional. Qué lástima.

Ah sí, y los puzzles son todos mediocres.

Veo Promesa como un álbum musical en formato (mal llamado) walking simulator. Algo más de media hora de duración, dividido en escenas de pocos minutos cada una que además podemos rejugar por separado (y que en mi cabeza equivalen a canciones). Tan abiertamente personal y específico y opaco como tantos discos de rock, con esos diálogos entre escenas que bien podrían ser interludios entre canciones. Un álbum conceptual, eso sí. Técnicamente "sobre lo que ocurre cuando imaginamos cosas que no hemos vivido", según el propio autor, y también sobre la imposibilidad de vivir en tercera persona, de ponernos en la piel de otro al cien por cien, según yo. Ese imposible que es acceder a la memoria ajena a través de nuestra imaginación, con plena consciencia (y aquí el quid de la cuestión) de tal imposibilidad. Promesa no es la fantasía de acercarnos a la vida de una persona, ni de experimentar sus vivencias, sino la constatación de que tal cosa es una fantasía. No accedemos a momentos y lugares de la vida de alguien, sino al intento de un tercero, imaginación mediante, de hacerlo. Esa es la función de los diálogos previos a cada escena: de las palabras de otro, nuestra mezcla de imaginación y recuerdos para crear la visión posterior. Concretamente, de las palabras del ¿abuelo? de Julián, sus ensoñaciones como consecuencia. No somos él visitando la memoria de su abuelo mediante la magia de los videojuegos, sino el jugador asistiendo a su anhelo por hacerlo. Y todas esas trazas de ilusión (los cambios de estética, los objetos fantasma, el enrojecimiento...) así lo demuestran, pues evidencian la distancia entre realidad y ficción, que estas aparentes memorias están en realidad contaminadas por la imaginación. Que son una quimera.

Yo también dudé tras la primera partida, también pensé que algo no terminaba de cuajar. También creí que al ser sus símbolos tan personales el juego fracasaba a la hora de comunicarse con el jugador, y que sus elementos fantásticos funcionaban peor que los realistas porque eran contraproducentes de cara a la inmersión en una vida y lugar pretéritos. Lo estaba pensando como un libro, no como un disco. Pero tras volver a jugar comprendí que Promesa era una mezcla de memoria e imaginación, más específicamente una exploración de cómo nuestra imaginación interpreta y dialoga y fantasea con la memoria, en este caso ajena. No importa qué simboliza esa moto roja bajo la lluvia, ni a qué vienen esas casas de colores en la montaña, ni por qué hay un televisor allá en las nubes. Y no importa porque no se trata de entender la vida o el pasado del abuelo, sino de captar el anhelo del nieto, que no es sino el de ver lo que otros ojos, de sentir lo que otro corazón y comprender lo que otra mente. De saber cómo habría o habrá sido. Un anhelo inmenso, ese de querer saber cómo eran tus padres de jóvenes, qué vivieron y cómo veían el mundo, y de llegar incluso a hacer un esfuerzo en vano por imaginarlo. Un videojuego cualquiera nos hubiese colocado en la presunta localización precisa en el supuesto momento del tiempo exacto para que por ahí navegásemos a nuestro aire, con la información necesaria convenientemente esparcida para ser adquirida. Hubiese presentado la fantasía sin la distancia. No hubiese distinguido tanto los aspectos realistas de los fantásticos, ni hubiese controlado y limitado tanto (con gusto exquisito, por cierto) cómo atravesamos sus espacios, ni sería tan opaco en sus significados. Este es un videojuego profundamente triste, un quiero y no puedo nivel íntimo. Saber, al cien por cien, que todo lo vivido por el abuelo de Julián se ha perdido y que él no puede remediarlo, tan solo imaginar desde la incerteza. Aunque, por otra parte, quizá este memento mori que es Promesa le haya valido a su autor para, en cierta forma, homenajear esa vida, y en el proceso expiar ese anhelo del que ahora nosotros, como jugadores, somos un poco partícipes.

Algunos de los sistemas, mecánicas y decisiones de diseño de moda en triples A que componen Guardians of the Galaxy: mesas de crafteo, rampas deslizantes, pasajes estrechos "de carga" entre escenarios, quick time events, huidas mientras todo alrededor explota, doble salto, logs opcionales esparcidos por los niveles, coleccionables (skins) premio a la exploración, y hasta aquí que me venga rápido a la cabeza, pero hay más.

Jugar Guardians of the Galaxy es avanzar en línea recta intercalando combate, plataformeo y puzzles mientras la narración acontece y la espectacularidad hace gala de presencia a la mínima excusa. Escenarios variopintos y asombrosos como decoración de los a menudo insulsos pasillos que navegamos primero buscando con el visor el elemento con el que interactuar para continuar, después saltando un poco entre plataformas y finalmente combatiendo para luego repetir con alguna variante aquí y allá, sin sentir nunca que estamos ahí realmente. Un amasijo de tropos interactivos liviano a los mandos, de esos que no exigen mucho al jugador para no atosigarlo o cansarlo antes del próximo e inminente trocito de historia en forma de cinemática.

Y era obvio desde el vamos. ¿Por qué, entonces, dedicarle tiempo a este juego? La respuesta asomaba ya en el primer tráiler mostrado: la interacción entre personajes y el desparpajo que lo empapa todo. Y, a ese respecto, Guardians of the Galaxy otorga.

¿Se acuerda alguien de esas breves charletas con Ellie en el primer The Last of Us? ¿De cómo los protagonistas y su relación se iban definiendo poco a poco con ellas? En su momento aquel detalle fue elogiado y con razón. No se trataba de algo revolucionario, pero aquellas caminatas, por acumulación y calidad de sus diálogos, consiguieron que nos creyésemos esa mediocre inteligencia artificial de nombre Ellie, que nos encariñásemos con ella incluso. Bien, pues Guardians of the Galaxy es un doble o nada en esta particularidad. Un videojuego no de uno sino cuatro acompañantes, todos de hipercaracterística e hipervitaminada personalidad, cuyas interacciones son constantes dentro y fuera de secuencias cinemáticas, explorando o paseando o combatiendo o relajándose. Los diálogos siempre están en ON, y a fuerza de caracterización y sentido del humor poco tarda en ganarnos la propuesta. A cada dos por tres una riña, un chiste, una conversación intrascendente. Se tarda menos de un tutorial en caer rendido ante los cuatro miembros de la tripulación, y entonces uno se percata: esto va más de las conversaciones mientras se juega que de lo que se hace en sí mismo. Podría decirse que Guardians of the Galaxy es un videojuego sobre esa frase cliché que dice algo así como que el viaje son los amigos que haces por el camino, o al menos un videojuego que la hace sentir verdad. Hasta de la improvisada mascota acaba uno prendado aquí. No es lo que haces, sino con quién lo haces.

Y adoro la cantidad de formas en que se manifiesta ese descaro juvenil del que hace gala el videojuego. Mirarse en el espejo y poner pose de chulo, la lista de reproducción con clásicos de hard-rock, el head banging de Kammy en la nave, el "¡piu piu piu!" que hace el protagonista cuando pulsas el botón de disparo estando desarmado... Más allá del lenguaje (dialéctico y corporal), de lo que solo a base de ejemplos podría llenar un texto el doble de largo que este, hay tantos detalles y buen hacer que la risa viene además acompañada de sorpresa. En este juego, si te va mal en una pelea, reagrupas a tus compañeros, les das un discurso motivador, pulsas play en tu reproductor portátil y lo mismo volvéis a la batalla con bonus de daño y The Final Countdown sonando de fondo. A veces es así de simple hacer funcionar un videojuego.

En efecto, es una historia de compañerismo. Un videojuego de camaradería y amistad. También de pérdida (y superarla), lo cual encaja a la perfección, pues qué manera más efectiva de pasar página que encontrando gente a la que querer y que te quiera. En Guardians of the Galaxy asistimos a la formación de una familia, los mal llamados "Gañanes de la Galaxia" (Gardeners of the Galaxy en inglés), no de sangre pero sí de espíritu. Como en Cowboy Bebop, este grupo de chapuceros cazarrecompensas espaciales carga con un pasado traumático sin superar. Cada personaje una pérdida imborrable: Peter con su madre asesinada, Gamora con su hermana, Drax mujer e hijos, Rocket su alma gemela (o interés romántico), y Groot no habla pero es el último de su especie, por lo que su caso apunta a ser tan malo o peor. La trama gira en torno a un culto religioso con el poder de hacer creer a la gente en la posibilidad de traer de vuelta a sus seres queridos y vivir en felicidad eterna junto a ellos, siendo mentalmente anulados y controlados como consecuencia de aceptar esa falsa promesa. La batalla por librar a la galaxia de esta amenaza es a su vez la lucha de los protagonistas por dejar atrás las heridas de la pérdida y pasar página. Una lucha que solo pueden ganar juntos.

Este énfasis en el compañerismo y cómo reluce gracias al humor y el descaro transmitidos a través de personajes memorables son el motivo de que el título no sea otra propuesta mediocre más, a pesar de su ADN de triple A genérico. Y no parece casualidad ni virtud secundaria, sino el objetivo primero de los desarrolladores. Digo esto porque cada acción realizada y sistema de juego pasa por tus compañeros. Aunque los personajes y conversaciones sean lo que más brille, el trabajo en equipo está presente en cada área del diseño de juego. Para abrirse paso a través de los escenarios siempre es necesaria la ayuda de alguno de ellos, ya sea con Groot haciendo de sus raíces un puente o Drax usando su fuerza bruta para romper y mover cosas, por ejemplo. Y en combate emplearemos sus distintas habilidades para incrementar los objetivos atacados y el daño infligido, obteniendo un desempeño superior. Cuando caen nos acercamos para ayudarles a recomponerse y si están cerca a la hora de finiquitar un enemigo nos ayudan a asestar el golpe final. Hasta las mesas de crafteo usan el conocimiento mecánico de Rocket como justificación narrativa a nuestras mejoras. La cosa es que hagamos lo que hagamos, que sea siempre, pero siempre, con los colegas.

En fin, que estaba siendo uno de mis blockbusters favoritos en muchos años, pero hacia la segunda mitad empieza a caerse. La amistad que se gestaba sutilmente y a cuentagotas pasa a explicitarse para poco después volverse insistente, con los personajes repitiendo constantemente el buen equipo que hacen o la suerte que tienen de estar juntos. Los breves acercamientos a la intimidad y el pasado de cada uno de ellos también se acelera y se nos revela mucha información en poco tiempo con varias secuencias de pretendida intensidad emocional que a veces calan y otras no, más a menudo lo segundo que lo primero. Y lo peor recae sobre la narración, que muy a la japonesa comienza como una aventurilla con sus contratiempos con un toque personal y termina con el futuro de la galaxia entera dependiendo de lo que hagamos los cinco gañanes, extra de deus ex machinas a medida que avanza la trama. El videojuego acaba por tornarse cursi, pesado y más ridículo de lo que puedo tolerar antes de perder el interés. Aunque, al menos en mi caso, en la balanza pesa más lo conseguido por sus personajes y las variopintas situaciones en que me he visto envuelto con ellos, y permanece la sensación de haber jugado algo inesperadamente especial.

Hacer un videojuego sobre agentes secretos de la psique. Adentrarnos físicamente en los pensamientos de los demás, cada mente un mundo. Sin reglas, sin necesario apego a lógica espacial alguna, con la imaginación como único límite a lo que pueda presentarse en pantalla. Y que no haya nada nuevo ni original ni creativo ni salvaje ni sorprendente en él. Que todo sea apenas adorno pseudosurrealista para las ideas más masticadas, el diseño más convencional, el desarrollo más anodino, la jugabilidad más blanda. Supongo que los rincones más recónditos de la mente se rigen a rajatabla por el good-game-design.

El término disonancia ludonarrativa se nos ha aparecido hasta en la sopa, pero cuando la discrepancia es entre fondo y forma, ¿qué nombre le ponemos? Para eso todavía no han sacado un palabro. Por el bien de este texto digámosle, no sé, incoherencia formafondil. Bueno, pues la incoherencia formafondil es a Psychonauts 2 lo que la disonancia ludonarrativa a BioShock. Vamos, que la contradicción es sangrante, y el videojuego un plataformas del montón repleto de coleccionables engañifa.

En su día ya me disgustó notoriamente el Psychonauts original, pero al menos aquel diseño primerizo, tedioso y chapucero poseía ambición, intentaba cosas. Cada mente una forma de operar diferente. Lo que se llama tener espíritu. ¿Esta secuela? Un doblaje con chispa en un videojuego sin alma.

2021

Night in the Woods, Three Fourths Home, Firewatch, Eliza... En algún momento de los últimos años ha surgido una tendencia en el panorama independiente como resultado de lo que yo entiendo es un cambio en la sociedad, que viene a reflejar (al menos en Occidente, entre los considerados millennials e incluso X tardíos) una brecha generacional profunda entre los adultos jóvenes de ahora y sus (nuestros) mayores. Estos videojuegos que cito y a los que seguro pueden sumarse otros que no recuerdo o no he jugado tienen en común el abordar una etapa de transición vital. Centrados en períodos de pausa (del trabajo, los estudios o una relación), nos sitúan en tiempos muertos de la vida de sus protagonistas y cuentan historias de jóvenes perdidos en busca de un camino que guíe su futuro. Mae de Night in the Woods y Kelly de Three Fourths Home vuelven a casa de sus padres tras una etapa universitaria fallida, deprimidas e inseguras de cómo encauzar sus vidas a continuación; Henry de Firewatch adquiere un trabajo de guardabosques como escapatoria a su situación conyugal, que tarde o temprano deberá afrontar; Evelyn de Eliza deja su trabajo y empieza otro como entretiempo mientras decide hacia dónde orientar su futuro. Y a ellos se une ahora Lake, quizá el título que más directamente aborde el tema de la transición.

Lake da comienzo con el primer día de vacaciones de Meredith, desarrolladora de un software diseñado para ayudar a organizar tu vida, que decide volver a su pueblo natal 22 años después. Una vez allí, en sus botas, ocuparemos un empleo temporal como repartidores del servicio postal. El juego se desarrolla durante nuestras dos semanas de estancia, con las rutinas laborales pertinentes, y termina dándonos a elegir cómo continuar nuestra vida.

La cosa va así: día a día, entre entrega y entrega, vamos tomando contacto con la gente del lugar, viejos conocidos y caras nuevas por igual, y charlando con ellos se nos presentan oportunidades de acercamiento. Tal vez nos pidan un favor o nos inviten a alguna parte, y de nosotros dependerá (hablándoles con mayor o menor amabilidad, interesándonos o no por sus asuntos, aceptando o rechazando sus invitaciones y favores) el estrechar lazos y descubrir qué ha sido de sus vidas. Nuestra mejor amiga de la adolescencia, por ejemplo, rehizo su vida en el pueblo después de fracasar en sus estudios y tuvo que salir adelante tras el fallecimiento de un familiar trabajando en su establecimiento. También está Lori, una adolescente cansada de estar sola en el pueblo que se debate entre permanecer en el taller de su padre o independizarse para poder viajar fuera y entrar en contacto con más gente. O Robert, un leñador solitario incapaz de superar la ruptura con su expareja que se mudó al pueblo para huir de viejos recuerdos. En mitad de la rutina, del repetitivo día a día, la realidad de los vaivenes de la vida reflejada a través de aquellos a quienes conocemos. Cambios, unos bruscos y otros imperceptibles hasta pasados largos años. Y como telón de fondo el lago. Siempre ahí, impasible, inmutable, como contraste al flujo de la vida humana, que a veces puede resultarnos repetitiva o estancada pero que a su lado evidencia su efimeridad y permanente estado de cambio. El regreso a Providence Oaks es a la vez un retorno al pasado y una constatación de que este ya no existe (y de que la vida no se para con nosotros). Porque el entorno, nuestro alrededor, es prácticamente el mismo, pareciera que todo sigue igual, pero es al mirar atrás cuando nos percatamos del tiempo transcurrido. Sí, el tiempo y vuela, se nos escapa sin que nos demos cuenta. El lago es el mismo ahora que cuando te emborrachaste de adolescente y vomitaste frente a él, quien no es la misma persona eres tú. Cierras los ojos, los abres y no ha cambiado nada. Salvo tú.

A pesar de estas palabras y de mi fuerte apego a la propuesta, no creo que Lake sea un videojuego particularmente conseguido. El planteamiento se antoja redondo, pero ejecuta mediante situaciones y diálogos superficiales. Esperé y esperé a que el juego fuese más allá del chit-chat y el small talk, imploré por intimidad y conexión, pero nada apareció. Todo estaba ahí: las personas, sus intereses y pasados, las desgracias y esperanzas. Y, sin embargo, nada eclosiona, nada resuena. Nuestras interacciones con los demás se quedan en intercambios coloquiales, lo que tal vez sume en realismo pero definitivamente resta en interés, y las pocas veces que se dan conversaciones personales se pasa por encima de los acontecimientos. Si no se ahonda, si la vulnerabilidad brilla por su ausencia, ¿cómo voy a involucrarme emocionalmente?

Durante la noche del último día de vacaciones, nuestra mejor amiga interpreta una canción en directo, un tema compuesto por ella misma tras su reciente decisión de retomar la música, su aparcada gran pasión. Es el clímax del relato, potenciado por el más emotivo de todas las artes. Pero el pretendido éxtasis emocional no provoca nada, y ahí es cuando uno se percata ya del todo, sin medias tintas, de lo que ha echado en falta durante las pasadas horas. No es que Lake haga algo mal, sino que, sencillamente, no llega a. El título fracasa a la hora de involucrarnos emocionalmente con el pueblo, con su gente, lo que hace que la decisión final hacia la que nos conduce el juego no tenga apenas calado. Desde un punto de vista argumental, una elección vital; para el jugador (mi caso, al menos), una decisión como otra cualquiera. Como resultado, termino apreciando Lake por lo que intenta pero no tanto disfrutándolo por lo que finalmente es.

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Se nos ha planteado un mundo de libertad y oportunidades, hemos crecido en un entorno donde ya desde niños fantaseábamos con qué queríamos ser de mayores. Mientras tanto, por la tele, veíamos sueños cumplidos e historias de éxito. Y ya de adultos, claro, el castillo de naipes se vino abajo. Pertenecemos a las primeras generaciones de la desilusión, de crecer para que la realidad nos dé un tortazo y luego a ver cómo lo encajamos. De ahí todos estos títulos introspectivos de tiempos muertos y baches vitales. "Qué quiero hacer con mi vida", "qué futuro me espera", "cómo puedo ser feliz". Y, tal y como están las cosas, me parece a mí que seguirán apareciendo.

Sentimentalismo fallido.

De encontrar nuestro lugar en el mundo. Amar y pertenecer, incluso chorrocientos mil años en el futuro, fuera en el espacio, desterrados y sin nombre. De hallar nuestra propia voz y resonar en el corazón de los demás, los recuerdos que dejamos nuestra forma de viajar a través del espacio tiempo. Quizá solo seamos polvo en el viento, pero polvo de estrellas. No seremos ni un grano de arena en el cosmos, pero no hay estrella que brille como una historia de amor. Un viaje, una familia, un sacrificio.

El planteamiento es bello y hasta cierto punto su historia y world-building convencen, pero el sentimentalismo barato de OPUS: Echo of Starsong es un lastre demasiado pesado. Esos reincidentes flashbacks, subrayando; esos constantes lloros, con lágrimas enfáticamente animadas e iluminadas (sobre imágenes estáticas). Demasiado.

Desenfadado, chulesco, burlón. De este glorioso beat 'em up dopado al 3D se sigue hablando y con razón, pero por qué tan poca mención a su sentido del humor yo no sé. Señores, God Hand es lo que es (o sea, uno de los videojuegos más "salaos" que pueda echarse uno a la cara) por su sentido del humor. Son su chispa y su desvergüenza lo que da tanto sabor a la experiencia. No es ya cuestión de diálogos y personajes y demás bromas en cinemáticas, sino del propio diseño. Los ataques especiales, las animaciones de los enemigos, el uso de elementos del escenario, hasta los niveles en sí mismos. ¿Cuántas situaciones y tramos de juego no parecen excusas para contar un chiste? ¿Qué es eso de carreras de chihuahuas? ¿Estoy peleando con un gorila? ¿Estos tipos se supone que son los Power Ranger? A ver, ¿acaso hay algo en el juego que no esté puesto ahí para hacer reír? No sé, decidme en cuántos juegos de acción despachas esbirros a base de patadas en los huevos y tortazos en el culo.

Es tan obvio que el humor forma parte del ADN de God Hand. Que no se trata de un elemento accesorio, sino de un pilar fundamental en su concepción. Es tontorrón con descaro, voluntariamente idiota y a mucha honra. Toda una metralleta de ocurrencias y salidas de tono, ninguna de ellas pensada dos veces. Y gracias a ello se siente tan loco, tan libre, tan fresco. Gracias a ello el título posee tantísimo CARÁCTER.

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Mecánicamente hablando, God Hand es un muy buen beat 'em up, pero no es excelente. Sus batallas contra jefes son constantes y demasiado numerosas, y a medida que avanzamos nos damos cuenta de que, pese a la deliciosa variedad de movimientos y combinaciones, el modus operandi se reduce a tratar de adivinar cuándo va a cubrirse el enemigo para romper su guardia. Eso y soltar todos los ataques especiales + God Hand en cada boss fight para acumular daño gratis. Hacia el final el juego se hace un pelín cuesta arriba. Agota.

Si la base mecánica no estuviese a la altura, ni todo el carácter o la gracia del mundo salvarían a God Hand, pero que God Hand sea más que solo un buen videojuego es gracias a ese desparpajo. Tan solo échese un vistazo al tema principal. Su tono, su letra... he ahí la prueba. Eso es God Hand, un buen dragon kick your ass into the Milky Way (Milky Way!).

No tan malo como recordaba, aunque insuficiente para salvarse. Dos cosas hace bien Twilight Princess respecto a Zeldas anteriores. Una su empleo de ítems, la otra su narración (!).

Las aburridas botas de hierro ahora son magnéticas y uno anda por las paredes y el techo y se lanza de imán en imán; el bumerán multiobjetivos ahora recoge objetos y lanza bombas y apaga fuegos y vuela hojas; al gancho le añaden otro y de una pared saltamos a otra en sucesión. Y hay un mangual que destroza elementos del escenario, y un... disco giratorio con el que grindamos paredes, ok. En resumen: el juego vitamina o hipertrofia sus elementos jugables al por menor. La ventaja de esos años de experiencia tras el paso al 3D, que han permitido dotar de más sustancia cada acción del jugador. Las cuevas están más trabajadas, hay más variedad en cada uno de los tramos pre-mazmorra, esas cosas. Pantalla a pantalla, sala por sala, Twilight Princess tiene más jugo que los demás Zeldas 3D, aunque ello no quite que el diseño de su mundo, al por mayor, siga corrompido de raíz. De hecho, en ese aspecto ha ido a peor, sobrediseñando lo ya sobrediseñado, haciendo que todo sea un recorrido de acciones determinadas y sucesión de puzzles. Vamos, que Twilight Princess ha invertido en el tejado, y los cimientos y paredes descuidados.

Pero eh, qué sorpresa su historia. Cuesta creerlo. No hay otro Zelda con este ritmo en su narración, ni que implique tanto en los acontecimientos. Desde bien al principio nuestro objetivo es personal (y no magnánimo), algo bien aprendido de The Wind Waker, y el personaje de Midna no hace sino extender, incluso aumentar esa implicación a medida que el periplo avanza. Este juego es ella, y con buen motivo se titula como se titula. El roce hace el cariño y su objetivo se vuelve el nuestro. Parece mentira, pero el aporte verdaderamente relevante de este título a la saga es de guion. Darle protagonismo al acompañante, al sidekick. Y hacerlo bien, implicándonos a nivel emocional con ella. Con razón luego tuvimos a Linebeck en Phantom Hourglass, y una Zelda medio jugable en Spirit Tracks. Porque pelear a caballo y cortar hierba mientras corremos no creo que constituyan grandes añadidos. En fin, que me vi envuelto en la historia contada como no me ha pasado en otro Zelda, y la cuestionable linealidad del periplo no hizo sino propiciar mi inmersión en el relato (pese a alguna que otra cinemática cuestionable). Al final, si los Zeldas modernos eran pseudo-JRPGs, este ya se ha convertido casi cien por cien en eso. Y, como JRPG, Twilight Princess está claramente por encima de la media.

Y nada, que al final da un poco igual porque lo esencial se precipita cuesta abajo y sin frenos. El mundo de Twilight Princess se siente todavía menos mundo que el de Majora's Mask, y aquel contaba con un pedazo-de-sistema-temporal y la dimensión psicológica de sus habitantes para suplir esa carencia. Este recorrido lineal de ejercicios es de todo menos aventura y emoción: es modern Mark Brown guiñoguiño good game design, acomodaticio y ultrapensado para un correcto desempeño del jugador. Zelda se ha rebozado tanto en su enésima actualización de la fórmula, ha recontradiseñado a tal punto sus elementos, que ha perdido el norte. The Wind Waker ya contenía un cambio que presagiaba lo peor: las mazmorras, casi totalmente arruinadas por Ocarina of Time, ahora ni siquiera guardaban intríngulis en su navegación, pues la búsqueda de múltiples llaves fue eliminada en pos de linealizar nuestro trayecto (nunca más de una llave a la vez, siempre a emplear en una sala cercana). Y con Twilight Princess ya fue jaque mate. ¿Y sabéis qué? El asunto es aún más grave: la repetición de elementos ha desprovisto de sentido a muchos de ellos, y como consecuencia Twilight Princess es el primer Zelda 3D carente de belleza.

Comparar con Ocarina es atajo fácil pero inevitable. El propio juego abre en su menú con una cinemática casi idéntica, incluso de similar planificación (con esos planos generales de Link galopando, una melodía triste y hasta ese calcado travelling que comienza con la cámara apuntando al suelo). Es una declaración de intenciones. Es volver a la fórmula de Ocarina of Time, intentarlo otra vez por ahí pero con lo aprendido, con el "buen diseño" de su lado. Y cómo se va al garete todo, madre mía. Mira que mejorar Ocarina, aventura primigenia en las tres dimensiones, era más que asequible con la tecnología y experiencia ganadas. Pero la sensibilidad no puede suplirse con eso. En esta escena escaparate ya asoma la poética perdida a base de repetición, sin el impacto que suponían en la de Ocarina ese cielo cambiante (inédito), ese vasto mundo recorrido a caballo (inédito), ni el toque melancólico que avisaba de una aventura hecha para resonar por dentro (el cambio a lobo fuera de plano y su aullido final restan en intimidad y suman en épica crepuscular). Se trata esto de un ejemplo de escaso calado, pero es síntoma de una carencia esparcida por cada elemento del juego. ¿Otro? La secuencia de sigilo cerca del comienzo. En Twilight Princess, tratar de ocultarte como lobo ante los habitantes de tu pueblo; en Ocarina of Time, sortear la guardia de un castillo como niño para conocer a la princesa. Lo que en Ocarina tenía encanto a pesar de lo precario del minijuego (gracias, Miyamoto), en Twilight Princess existe por mera herencia y sin magia alguna.

Pienso en los aullidos de lobo, sustitutos del sistema de canciones de juegos anteriores. En el primer Zelda tocábamos una flauta mágica para viajar por el mapa. La música nos transporta espiritualmente, pensaría Miyamoto, y así en el mundo fantástico de Hyrule lo haría físicamente. De este anecdótico pero evocador detalle nacería Ocarina of Time, una expansión del concepto. Ahora las distintas melodías tenían efecto en el mundo. Tocábamos canciones y pasaba el tiempo, liberábamos sellos mágicos, generábamos efectos en las personas. La música cambia el mundo. Más tarde, The Wind Waker nos dio una batuta porque ahora la cosa iba de dirigir: el viento, ergo, el porvenir. El futuro. Y en Twilight Princess aullamos en un minijuego porque sí. Porque ya se había vuelto tradición y tenía que estar. Ahora que lo pienso, ¿de qué va el juego? Qué quiere decir, quiero decir. Porque ya no trata el asunto de la inocencia marchitada, de la burbuja de la infancia rota para siempre al crecer, de pérdida y aceptación ni de afrontar el futuro sin anclarse en el pasado. La cosa va de un chaval que es el elegido y se transforma en lobo y vive una historia asombrosa salvando el reino. Y fuera. Que está bien, pero a dónde se fue mi belleza querida quiero yo saber. En fin, así de principio a fin, más refinado pero con menos alma. Bueno, supongo que, al menos, siempre nos quedará el cartero.

De pasado y futuro, nostalgia y cambio. No podemos estancarnos en el éxito de Ocarina, hay que seguir adelante. Hundamos Hyrule, demos la batuta a los niños. Pero ojo, que la leyenda es eterna y permanece. La trifuerza reaparece, la historia se repite. Ganon atacará, Link vestirá ropajes verdes y empuñará la espada maestra en rescate de Zelda. Y resolveremos amasijos de puzzles ambientales con llaves y puertas, ítem de turno y boss fight pertinente mal llamados mazmorras, claro. Destino, tradición, etcétera.

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Hace años no me convencía del relato antinostalgia de Wind Waker que repitiese la historia del héroe a pies juntillas. Que Tetra dejase de ser ella, con todo su carácter e iniciativa, desde que se revelase su identidad. Lo encontraba contradictorio, tanto soplar el viento y navegar hacia el futuro y no anclarse en el pasado pero luego ropas verdes, espada de luz y Zelda a cumplir su rol de damisela en apuros. Pero tras esta rejugada he dejado de verlo así: una vez vencido el mal los niños son liberados de toda atadura y navegarán libres el mar en busca de su propia tierra, su propio futuro, y Hyrule mientras tanto sepultado bajo las aguas. Que la historia se repita cada cierto tiempo es precisamente lo que la vuelve leyenda. Porque es más grande que el tiempo, inmune a derivas y cambios. Solo eso da sentido a las profecías, a la existencia de dioses y poderes mágicos ancestrales. Es el destino. Y ahora creo que ambas filosofías pueden convivir.

Lo que sí empaña el alegato es el tradicionalismo en diseño, que no termina de dejar volar al juego, lastrando este nuevo mundo con las conveniencias y convenciones de siempre. The Wind Waker mira hacia adelante pero solo a medias, cuando conviene. Y tras él vendría Twilight Princess, la más conservadora de todas las entregas principales en la historia de la saga. Como para fiarse de la palabra de Nintendo. Así de convencidos estaban en su discurso.

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El Zelda con más carácter. A cambio de solemnidad, sentido del humor. Marcadísimas expresiones faciales para mayor expresividad de los personajes y una inteligencia artificial súper reforzada para mayor dinamismo en combate. El resultado, casi siempre, comicidad y carisma. Y lo que más me ha llamado la atención en esta rejugada: hasta qué punto es juguetón The Wind Waker. No ya solo los enemigos (que pierden y buscan sus armas, que reaccionan cuerpo a cuerpo, que se queman solos o golpean entre ellos), sino la fluidez del combate, con puntuaciones musicales a cada espadazo, botón de contraataque, ataques por la espalda... Más: los saltitos del barco en el mar, los combates en barco a cañonazos, el uso de la hoja para planear (antecedente de la archiempleada paravela de Breath of the Wild). ¡Hasta recoger ítems! Con jarrones o enemigos que desparraman un buen puñado de rupias y objetos con tiempo limitado para ser recogidos, los instantes más Mario de este Zelda.

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Jugar The Wind Waker es un cúmulo de sensaciones encontradas, algo habitual en Zelda, pero su mar convence. Ya no es 2002 y no asombra por novedoso o inaudito, pero aún se sostiene como lugar. Por su amplitud, por esa navegación libre rellenando poco a poco nuestra carta náutica, por esa búsqueda y seguimiento de mapas del tesoro, por esos encuentros (con calamares gigantes, submarinos, hasta un barco fantasma). A bordo de nuestro barquito de vela, conduciendo el viento, avistando siluetas en el horizonte, acompañados de esa pieza musical que a estas alturas sobra adjetivar. Es cierto que la "aventura" es demasiado blanda: sus mazmorras son la sucesión de acertijos insípidos y tediosos de siempre (pero peor), la escasez total de dificultad en combate elimina toda sensación de peligro y miedo y tensión, y el uso de objetos candado en tantas de sus islas hace de ellas un artificio. Pero también es cierto que, como sucede con varios Zeldas de los 90, el juego está repleto de belleza. De poética. Algo que sigo buscando y muy rara vez encuentro en videojuegos, al menos de esta forma.

Al principio del juego abandonas tu isla natal para salvar a tu hermana pequeña. Desde el barco pirata miras atrás y te despides con tristeza. Cuando ya acabado el juego y tras los créditos zarpas de nuevo con los piratas, quien se despide triste es tu hermanita desde el muelle, de vuelta y a salvo. Tú miras adelante.

¿Cuántos videojuegos y relatos japoneses hay sobre crecer? ¿Sobre la infancia y perderla, sobre la transición a la adultez y la magia e inocencia desvaneciéndose por el camino? Y, sin embargo, unos pocos Zelda destacan por encima de casi todos a ese respecto. Entre ellos, The Wind Waker es el único cuya óptica es la de afrontarlo, esta vez sí, sin mirar atrás. El único que pone la vista en el horizonte para con optimismo tomar las riendas del porvenir. Hagamos nuestro propio futuro. El viento nos llevará. DEP Kiarostami.

Severed: cercenado.

SPOILERS

Severed es un videojuego precioso sobre la separación y el proceso de pasar página. Su historia una interpretación del duelo como viaje expiatorio a través del inframundo. El destino, aunque no lo sepamos hasta el final, la aceptación. El brazo cercenado como metáfora de la familia fallecida, una parte irremplazable de uno perdida para siempre, recordatorio físico de una ausencia permanente. Y el dolor expiado a espadazos, a tajos. La forma de separación más violenta.

Este juego es todo lo que Skyward Sword y GRIS no lograron ser. Un electrizante combate por movimiento a base de tajos con multi-tasking, reflejos y gestión del tiempo, para que cada encuentro mantenga tensión y exija concentración, y un emotivo viaje metafórico-fantástico a través del dolor y la pérdida hasta el resurgir. Debió haber sido una obra maestra, uno de los quince o veinte mejores videojuegos de su década, pero su avance es tan comodón, el diseño nos lleva tan de la mano... En su mapeado y progresión se notan las consecuencias de la sobreprotección al jugador, de la falta de riesgo e impronta. El formato dungeon crawler viene totalmente falto de dientes, desprovisto de aquello que lo define más allá de la presentación, y por eso Severed no es el sobresaliente que pudo ser.

Phoenix Wright: Ace Attorney fue un logro. Su presentación del pleito legal reformulado como duelo de épica teatral en clave animesca permanece como uno de los mayores hallazgos del año 2001 (su fecha de salida en Japón). Los juicios eran un campo de batalla donde los enfrentamientos entre abogados se nutrían de lo hiperbólico y lo fantástico, del humor y los constantes vuelcos argumentales. Era un fuego cruzado de contraargumentos que sonaban como puñetazos, precedidos de exclamaciones emblemáticas (Objection! Take that!) y acompañados de leitmotivs hiperclimáticos. Cada duelo en la corte suponía un intenso vaivén de jaques (sorpresas y deducciones) que vencíamos en un éxtasis climático. Se trata de un triunfo en el apartado de la presentación, el gran don de Shu Takumi: supercaracterísticos personajes, fisicalidad y exageración del lenguaje corporal, expresiva puesta en escena (esos planos y cortes) y, por supuesto, un excepcional apartado sonoro basado en el impacto. Uno casi podía sentir adrenalina en los puntos álgidos de cada uno de los casos. Por todo eso, a día de hoy, el juego es justamente recordado como un clásico.

Lo que no quita su interminable exposición, los largos trámites que conlleva cada investigación, el infantilismo general en tono y jugabilidad. El aporte de Phoenix Wright al género de novela visual es incalculable, aunque la experiencia final, a mi juicio, poco convincente. ¡Pero la saga continuó! Y no con pocas entregas. Había tanto margen de cambio y mejora que cualquiera creería, me ocurrió a mí, que tras más de quince años la cosa habría mejorado notoriamente.

Y aquí me hallo, terriblemente decepcionado con The Great Ace Attorney Chronicles en 2021. Tantos años y entregas después los cambios sustanciales son nulos y hasta los insustanciales escasos. La presentación sigue a rajatabla lo logrado por el primero pero con menos gancho, pese a un mayor presupuesto. La "interminable" (así la calificaba) exposición ha ido en aumento, el infantilismo en lógica y jugabilidad ha empeorado, la tediosa investigación y los diálogos en general se han alargado y, aunque me he reído con la carismática adaptación de Sherlock Holmes, ese giro final con uno de los personajes es de tal ridiculez que roza lo insultante. Y lo peor es que, saliendo de la nada, uno se lo huele desde muy al principio tan solo por el tono y la muy barata lógica interna que se gasta el guion.

Muchos videojuegos me decepcionan, no me convencen, apenas me gustan o en ocasiones incluso me disgustan, pero rara vez me ocurre lo que me ha ocurrido con The Great Ace Attorney Chronicles: siento que he perdido el tiempo.

El primer Axiom Verge era Metroid: pasadizos interconectados recubiertos de ambientación alienígena. Pero dos años después, en 2017, ocurrió ese terremoto de nombre Breath of the Wild y, casualmente o no, Axiom Verge 2 (2021) vino a desprenderse en gran medida de sus cadenas metroidianas en pos de un diseño que favoreciese la sensación de mundo, de existir en un lugar. Abandonados quedan los pasadizos cerrados y divididos más videojueguiles de la primera entrega para ofrecer entornos más abiertos o espaciosos o intrincados, siempre relativos en diseño a su orografía y arquitectura. En lugar de abstracción alienígena, sitios concretos: ruinas, montañas, playa, asentamientos, lo que se quiera. Lugares más variopintos, no solo en ambientación sino en navegación, unidos como parte de un todo. El entorno ya no se divide por salas y la separación entre áreas no existe o no es tajante. El mapa es el mundo, y el mundo es un solo área heterogénea: al sur costa, al norte montaña, aquí un laboratorio y allá una fortaleza. Todavía predomina la estructura metroidvania, claro, pero la secuencia es más abierta, menos pasando de un área a otra y más moviéndonos a través de las distintas localizaciones de un lugar, sin tubos que hagan de puerta entre pantallas.

Igual que en Breath of the Wild, también, atravesamos un entorno habitado y custodiado por criaturas mecánicas de otro tiempo: máquinas centinela de toda clase en permanente funcionamiento, los restos tecnológicos de una civilización extinta defendiendo para siempre algo que ya no existe. Unas se camuflan y acechan, otras patrullan, otras simplemente esperan, están. La función para la que fueron programadas y que siguen cumpliendo ad eternum. Y estas criaturas, a efectos prácticos los enemigos, siguen la misma máxima de diseño que el entorno: sensación de lugar. No son obstáculos diseñados para ser despachados por tus armas (o no tanto), sino seres de un mundo, que existen en él. No están puestos ahí para tu satisfacción. El juego te da un bumerán (Zelda) y un pico (¿Minecraft?), no una pistola y una espada. Y cuando te topas con enemigos el enfrentamiento tiende a ser sucio, costoso, poco óptimo y como consecuencia, dios del buen diseño ten piedad, incómodo. Las sensaciones al combatir desde luego no son lo que uno espera de un videojuego de acción. De hecho, lo que uno buscará a menudo es evitar el enfrentamiento, pero claro, ahí es cuando toca preguntarse si acaso no va eso más acorde con el hecho de hallarse en un lugar desconocido custodiado por máquinas cuyo objetivo es eliminar toda forma de vida. Yo digo que sí, y que bravo por la decisión. Para muchos jugadores esta forma de abordar el combate supondrá un desconcierto, pero no para mí: no quiero sumergirme en un nuevo universo y que las reglas por las que se rija sean exactamente las mismas que las de los demás, estoy cansado de adentrarme en mundos y que todo se sienta y acontezca tal cual lo espero. Qué aburrido y anodino, qué desafilado y poco evocador. De los videojuegos quiero sabor, no anestesia. Y por eso los jefes son una queja común del juego mientras yo los veo un acierto: unas pocas criaturas mecánicas enormes sueltas por el mundo, vagando o escondidas o encerradas, igual que todas las demás. Sin melodía propia, sin patrones de ataque a memorizar, sin clímax. Sin siquiera la necesidad de hacerles frente como jugador. En otras palabras, no son jefes.

La sensación resultante de la suma de todas estas decisiones de diseño es que el mundo al que llegamos lleva mucho tiempo ahí, existiendo independientemente de nosotros, y que tiene una historia. Algo pasó en él. Nosotros somos los visitantes, los extraños, y así debe reflejarse también a nivel interactivo. Será menos divertido combatir, o se sentirá "raro", pero yo terminé la partida intrigado por muchas de las cosas que había visto, dándoles vueltas e intentando atar cabos. El juego todavía vive en mi cabeza.

Pero bueno, no significa esto que se haya dejado de lado el diseño más directo de la primera entrega. De hecho, la navegación más "arcadosa" del título original ha permanecido, solo que parcialmente. Como si Breath of the Wild no fuese suficiente, Axiom Verge 2 parece recurrir a A Link to the Past como fuente de inspiración, y es que resulta que el videojuego tiene no uno, sino dos mundos. Claro, la trama del primer Axiom Verge tenía que ver con universos paralelos y brechas entre mundos y de algún modo viajar entre ellos, así que resulta hasta lógico que Axiom Verge 2 traslade el concepto al apartado jugable. Pues nada, he aquí un mapa paralelo a la A Link to the Past, a cachos coincidente y divergente con el principal, que atravesaremos para llegar a lugares fuera de nuestro alcance físico. Moviéndonos entre una y otra dimensión a través de brechas varias, buscando desde qué punto concreto de un sitio deberemos acceder a su contraparte para poder alcanzar un nuevo objetivo, exprimimos la geografía de tal forma que acabamos dándonos cuenta: tal vez sea esta la evolución más lograda de aquel Dark World de 1991. Toda una segunda capa jugable para dar complejidad a la navegación del mundo. Con otra estética, desde otro punto de vista y a través de una orografía más estrecha con un planteamiento más arcadoso. En efecto, el rastro del primer Axiom Verge. De diseño y planteamiento distintos a los del mapa principal y, sin embargo, coherente, pues el viaje entre dimensiones debe percibirse también a los mandos. Cambio de mundo, cambio de cuerpo. Para quienes echasen de menos esa navegación más directa y esa acción más limpia.

Con todo pintado así de bonito, peores llegan las malas noticias: la navegación se viene abajo progresivamente. Aunque me guste la dirección que ha tomado esta segunda entrega, debo reconocer que el resultado es irregular. Al cabo de unas horas de partida, ya con mejoras adquiridas, más vida y nuevas armas, la tensión y el cuidado al avanzar empiezan a desaparecer. Obtenemos la ventaja en la distancia respecto a los enemigos, los aguantamos sin problemas y aniquilamos más fácil y rápidamente. Esto, sumado a la nula penalización por muerte, la abundancia de puntos de salvado (que usamos para curarnos) y la posibilidad de viajar entre ellos, banaliza la navegación. A partir de la mitad del juego, más o menos, recorrer el mapa se vuelve tarea casi insustancial. Ir de un sitio a otro queda en poco más que mero trámite, salvedad del empleo de brechas para viajar entre mundos. Al final, ese entorno incómodo y extraño se vuelve cómodo y familiar, como el de un metroidvania cualquiera. Así, el deterioro de la navegación y la suma de otros pequeños detalles, entre ellos el permanecer tan aguerrido a la fórmula metroidvania, lastran parcialmente un título muy elogiable que, pese a todo, encuentro mucho más interesante y esperanzador de cara al futuro que su primera parte. Eso si Tom (el autor) no se amedrenta tras la recepción negativa de una parte importante de quienes están jugando su título, sobre todo fans de la primera entrega. De haber tercer videojuego, Axiom Verge o no, estoy seguro de que será aún mejor. Este señor ha mejorado mucho.

Inacabado, con aproximadamente dos tercios del juego completados pero abandonado definitivamente por desinterés. Escribo esto no como crítica, sino para dejar constancia de lo que ha sido un caso curiosísimo para mí, un JRPG que consiguió engancharme desde el principio y que durante no pocas horas creí sería mi título predilecto de un género que casi invariablemente me causa disgusto pero hacia el que por defecto me siento atraído una vez cada cierto tiempo por un impulso adolescente, normalmente con resultados nefastos.

Comienza el juego y no hay casa, ni mamá, ni poblado humilde. Tampoco despiertas en la cama, ni eres un adolescente, ni acompaña una melodía dulzona. Apenas rastro de lo cool o fairytale, esas dos vertientes de tono prototípicas en las que suelen acomodarse estos juegos. Más sorprendente aún: casi no hay anime. La ausencia de voces y unas ilustraciones de marcada influencia europea conforman un tono menos animesco, todavía juvenil pero más maduro y menos chirriante que la propuesta promedio. Toda una rara avis.

Y bueno, la cosa va de viajar en el tiempo, algo que suele molar. Líneas temporales, descubrimientos, hacer esto aquí para cambiar aquello allá. ¿Nos topamos un callejón sin salida? Volvemos atrás, nos movemos por otro lado, tocamos las teclas necesarias y nos abrimos camino. Y la clave de todo: su intriga. Puede decepcionar un poco, a mí me pasó, cuando uno descubre y bien pronto que solo existen dos líneas temporales a efectos jugables, que no hay verdadero manejo del tiempo ni caminos alternativos (esto no es un videojuego occidental), pero es algo que enseguida se olvida, pues todo está al servicio de una narración impoluta, de gran ritmo y conseguida tensión dramática, sorprendente sobre todo por los pocos recursos técnicos de los que se vale para lograrlo. En cierta forma y desde esa óptica, Ghost Trick es lo más parecido que se me ocurre, una especie de primo segundo, quizá el videojuego que más se le asemeje en espíritu y logros pese a la infinidad de diferencias formales que los separan. Al menos hasta el capítulo 4 de la línea temporal estándar.

Ahí el juego se la pega, se cae y no se levanta. Es tan simple que da miedo: su historia pierde interés, c'est fini. La llegada al desierto es el instante en que la trama se va por las ramas, sin llegar a lo que llamaríamos episodios de relleno pero casi. El argumento se estira, no lo necesitaba y se nota, no debía ser tan largo o no supo cómo serlo. Y claro, quitada la directa, la intriga pierde su gancho. De pronto los clichés empiezan a aflorar. Todos esos deus ex machina, tropos de comportamiento, situaciones prototípicas. Todos de golpe. Ugh.

Y las originales melodías empiezan a cansar, y el interesante y veloz y dinámico sistema de combate pasa a dar igual, y los nuevos objetivos y quehaceres ya no importan. Todo funcionaba, y funcionaba bien, mientras operaba bajo una narrativa con punch, directa, que atrapaba. Hasta que dejó de hacerlo.

Le pongo una nota decente con buena fe por lo que su primera mitad consiguió, aunque rebajada por el estrepitoso traspiés de ese capítulo 4 (ruta estándar). Tal vez la puntuación menos "definitiva" de cuantas he puesto en esta plataforma. Por eso quizá toda esta explicación.

Despista su estética, descaradamente deudora de Fortnite (y de la peor forma, subiéndose al carro de la moda), pero ni eso ni la modestia inherente al planteamiento de lanzarse pelotazos tapan sus sutiles hallazgos jugables, que asoman como quien no quiere la cosa, sin que el jugador repare en ellos por la naturalidad con la que se interiorizan durante las partidas.

Que uno nunca pueda ver de frente a su avatar, por ejemplo. Para que, si un balón viene por la espalda, el jugador deba girar la cámara (y no solo el personaje, que sería fácil) in extremis si quiere atraparlo. O la curvatura de los tiros con efecto, que bien empleados pueden sortear obstáculos arquitectónicos para golpear contrincantes ya a cubierto, incluso a larga distancia. ¿Y qué me decís de los pases? Cuando uno pasa el balón a un compañero, este queda cargado a máxima potencia para ser lanzado inmediatamente, sin espera, a toda velocidad. Esta decisión propicia el despliegue táctico: intentar jugar en equipo, buscar rodear al contrincante para que siempre reciba balonazo de aquel que tiene a la espalda. Además de los riesgo versus recompensa de toda la vida: embestir versus interceptar (más fácil esquivar con el primero, pero con el segundo ganas la posesión del balón), cargar versus lanzar (el balón gana velocidad cargado, pero uno pierde tiempo y movilidad mientras carga), balón versus bichobola (lanzando el balón quitas media vida, lanzando a un compañero toda, pero cabe la posibilidad de ser interceptado y relanzado al vacío o a un aliado).

En fin, un multijugador competitivo estupendo. Al mismo tiempo de reflejos y con profundidad táctica sin requerir de alta precisión o habilidad o conocimiento de múltiples reglas (como suele suceder con shooters y MOBAs varios). Como pista, diría que la variedad de sus disparos (con o sin efecto, a mayor o menor velocidad, posibilidad de amagar) me recuerda a lo poco que jugué de ARMS, cuya multiplicidad de golpes y formas de ejecutarlos no son inherentemente mejores o peores, sino distintos, propiciando ese juego psicológico tan interesante de tantos deportes. Siendo la reacción que requiere cada tiro diferente, y la exigencia de reflejos y timing alta, toparse con un contrincante de improviso supone instantes de tensión, de anticiparse o adivinar lo que el otro va a hacer para no reaccionar tarde. Y luego precipitarse como consecuencia por la presión, como me pasa siempre a mí. O mantener la calma y actuar como y cuando conviene, si eres capaz. Creo que esto es síntoma de un videojuego competitivo conseguido.