The game to send to the aliens.

To remind ourselves why we play videogames. In case we ever forget.

Veo Promesa como un álbum musical en formato (mal llamado) walking simulator. Algo más de media hora de duración, dividido en escenas de pocos minutos cada una que además podemos rejugar por separado (y que en mi cabeza equivalen a canciones). Tan abiertamente personal y específico y opaco como tantos discos de rock, con esos diálogos entre escenas que bien podrían ser interludios entre canciones. Un álbum conceptual, eso sí. Técnicamente "sobre lo que ocurre cuando imaginamos cosas que no hemos vivido", según el propio autor, y también sobre la imposibilidad de vivir en tercera persona, de ponernos en la piel de otro al cien por cien, según yo. Ese imposible que es acceder a la memoria ajena a través de nuestra imaginación, con plena consciencia (y aquí el quid de la cuestión) de tal imposibilidad. Promesa no es la fantasía de acercarnos a la vida de una persona, ni de experimentar sus vivencias, sino la constatación de que tal cosa es una fantasía. No accedemos a momentos y lugares de la vida de alguien, sino al intento de un tercero, imaginación mediante, de hacerlo. Esa es la función de los diálogos previos a cada escena: de las palabras de otro, nuestra mezcla de imaginación y recuerdos para crear la visión posterior. Concretamente, de las palabras del ¿abuelo? de Julián, sus ensoñaciones como consecuencia. No somos él visitando la memoria de su abuelo mediante la magia de los videojuegos, sino el jugador asistiendo a su anhelo por hacerlo. Y todas esas trazas de ilusión (los cambios de estética, los objetos fantasma, el enrojecimiento...) así lo demuestran, pues evidencian la distancia entre realidad y ficción, que estas aparentes memorias están en realidad contaminadas por la imaginación. Que son una quimera.

Yo también dudé tras la primera partida, también pensé que algo no terminaba de cuajar. También creí que al ser sus símbolos tan personales el juego fracasaba a la hora de comunicarse con el jugador, y que sus elementos fantásticos funcionaban peor que los realistas porque eran contraproducentes de cara a la inmersión en una vida y lugar pretéritos. Lo estaba pensando como un libro, no como un disco. Pero tras volver a jugar comprendí que Promesa era una mezcla de memoria e imaginación, más específicamente una exploración de cómo nuestra imaginación interpreta y dialoga y fantasea con la memoria, en este caso ajena. No importa qué simboliza esa moto roja bajo la lluvia, ni a qué vienen esas casas de colores en la montaña, ni por qué hay un televisor allá en las nubes. Y no importa porque no se trata de entender la vida o el pasado del abuelo, sino de captar el anhelo del nieto, que no es sino el de ver lo que otros ojos, de sentir lo que otro corazón y comprender lo que otra mente. De saber cómo habría o habrá sido. Un anhelo inmenso, ese de querer saber cómo eran tus padres de jóvenes, qué vivieron y cómo veían el mundo, y de llegar incluso a hacer un esfuerzo en vano por imaginarlo. Un videojuego cualquiera nos hubiese colocado en la presunta localización precisa en el supuesto momento del tiempo exacto para que por ahí navegásemos a nuestro aire, con la información necesaria convenientemente esparcida para ser adquirida. Hubiese presentado la fantasía sin la distancia. No hubiese distinguido tanto los aspectos realistas de los fantásticos, ni hubiese controlado y limitado tanto (con gusto exquisito, por cierto) cómo atravesamos sus espacios, ni sería tan opaco en sus significados. Este es un videojuego profundamente triste, un quiero y no puedo nivel íntimo. Saber, al cien por cien, que todo lo vivido por el abuelo de Julián se ha perdido y que él no puede remediarlo, tan solo imaginar desde la incerteza. Aunque, por otra parte, quizá este memento mori que es Promesa le haya valido a su autor para, en cierta forma, homenajear esa vida, y en el proceso expiar ese anhelo del que ahora nosotros, como jugadores, somos un poco partícipes.

Primera vez en la historia de Super Mario que una de sus entregas principales sabe a decadencia. Nunca antes, ni siquiera en los juegos más derivativos de la serie principal (World, Galaxy 2, 3D World), había olido a falta de ideas nuevas. Hasta ahora.

Super Mario Odyssey es un Greatest Hits encubierto. El viaje que hacemos por los distintos mundos del juego bien puede interpretarse como una visita guiada a través de los distintos títulos de la saga. Hay 64 en la filosofía híbrida de los niveles y el nostalgia trip del Reino Champiñón, hay Sunshine en la extensión de movimientos de Cappy y la arquitectura realista (y vertical) de New Donk City, hay Galaxy en el diseño de los power-ups y la navegación del Reino de Bowser, y hay 3D Land en algunos de los tramos más plataformeros para obtener lunas. Hasta la vertiente 2D de la saga tiene su hueco en numerosos desafíos bidimensionales, con Mario pixelándose y dándonos un botón para acelerar. La banda sonora es así también, en ella hay de todo (ritmo, ambiente, épica...), y de un mundo a otro no permanece intacta ni la estética. Esto es un popurrí, y para cuando llegamos a la celebración del festival (con homenaje al Donkey Kong original incluido) nos damos cuenta de qué tipo: rebozado. Odyssey tiene sabor a repaso, a nivel final rememorando lo aprendido made by Nintendo.

Y lo preocupante es la razón de esta mirada atrás. Cappy poseyendo cuerpos a modo de reinterpretación del power-up de toda la vida es quizá el mayor fracaso de la historia de Super Mario. Nunca ha tenido el jugador tantas opciones y formas de jugar, y nunca habían sido estas tan evidentemente accesorias, planas, gimmicks. De usar y tirar. Pareciera una metáfora involuntaria del punto en que se encuentra la saga con Odyssey: Mario poseyendo cuerpos para resolver lo que toca y luego a otra cosa es Nintendo tratando de buscar nuevas vías para su saga y fracasando en cada intento. Después de tres décadas parece no quedar nada dentro de Mario, así que toca buscar fuera, pero la búsqueda resulta infructuosa y no da respuestas. A cada nuevo cuerpo, un par de usos y hasta luego; a cada nuevo intento, un fracaso y vuelta a saltar. No se libra ni el moveset de Cappy, la mayor baza del juego. Los combos saltimbanquis son rebuscados y extremos, otro intento desesperado por hacer algo nuevo con el movimiento. Ni siquiera tienen lógica, tan solo existen, y el jugador aprende a dominarlos porque exprimir sus mecánicas es satisfactorio en sí mismo (algo que Super Mario, por suerte, todavía no ha perdido).

La experiencia de jugar Odyssey consiste en pasar por un conglomerado de convenciones de diseño de Mario en pos de recolectar lunas. Hay exploración, coleccionismo, retos de habilidad y de todo. Y una gran parte del mix agota, se siente trabajo. Habrá quien diga que, como nosotros elegimos las lunas que queremos obtener, es culpa nuestra si acabamos realizando misiones aburridas en vez de ir a por la parte divertida. A este argumento yo replicaría que la realidad de la experiencia de jugar Odyssey es otra: el jugador explora los mundos que se le presentan e inevitablemente, por su objetivo de dar con y acumular lunas, trata de hacerse con las que se le cruzan por delante, o al menos la mayoría. Como consecuencia, una parte sustancial del juego será aburrida e insatisfactoria, dejando mal sabor de boca.

1. Pones mimo en construir un mundo.
2. Añades coleccionables, curiosidades y secretos en él.
3. Das libertad para explorar, sin secuencia a la que ceñirse.
4. Y, finalmente, conviertes al jugador en detective.

Es tan simple que sorprende. A mí me sorprendió encontrarme tan absorbido y disfrutando a tales niveles de algo tan elemental a nivel conceptual. ¿Cómo no se ha hecho esto antes mil veces? Con tanta gente hablando de "lore", enganchada a la historia de un mundo revelada a través de información obtenida mediante la observación de un lugar. Y con el éxito conseguido históricamente por tantos videojuegos de (libre) exploración, ejemplo reciente de Breath of the Wild inclusive, entre muchos otros. Cómo puede ser, me sigo preguntando, que algo como Paradise Killer no apareciese hasta 2020.

Era eso, que aquello que buscar en el mundo fuese la verdad. No power-ups, ni tesoros, ni atajos, ni nuevos lugares a los que acceder. Ni siquiera pequeñas historietas, aunque todo esto funcione y tenga su propósito y ayude. Tan solo eso, la verdad. Una verdad ocultada, secreta, para que el mundo esconda un misterio que desentrañar. En este presunto paraíso, la isla 24, se ha cometido un crimen, y nosotros somos los encargados de resolverlo. He aquí unos presuntos hechos, un presunto culpable. Pero también todos estos sospechosos, y esta isla que es una escena del crimen gigante. ¿Quién sabe más de lo que dice? ¿Quién miente? ¿Quién conspira? ¿Es el relato oficial lo bastante sólido o algo huele a podrido en Dinamarca?

Así pues, a explorar. A buscar pistas, a hablar con la peña, a desmantelar coartadas, a encontrar contradicciones, a descubrir posibles conspiraciones y a atar cabos para, al final, demostrar y ajusticiar en la corte. Con todas las sorpresas y bolas curvas que nos deparará el camino.

Mucho hemos tardado.

Desenfadado, chulesco, burlón. De este glorioso beat 'em up dopado al 3D se sigue hablando y con razón, pero por qué tan poca mención a su sentido del humor yo no sé. Señores, God Hand es lo que es (o sea, uno de los videojuegos más "salaos" que pueda echarse uno a la cara) por su sentido del humor. Son su chispa y su desvergüenza lo que da tanto sabor a la experiencia. No es ya cuestión de diálogos y personajes y demás bromas en cinemáticas, sino del propio diseño. Los ataques especiales, las animaciones de los enemigos, el uso de elementos del escenario, hasta los niveles en sí mismos. ¿Cuántas situaciones y tramos de juego no parecen excusas para contar un chiste? ¿Qué es eso de carreras de chihuahuas? ¿Estoy peleando con un gorila? ¿Estos tipos se supone que son los Power Ranger? A ver, ¿acaso hay algo en el juego que no esté puesto ahí para hacer reír? No sé, decidme en cuántos juegos de acción despachas esbirros a base de patadas en los huevos y tortazos en el culo.

Es tan obvio que el humor forma parte del ADN de God Hand. Que no se trata de un elemento accesorio, sino de un pilar fundamental en su concepción. Es tontorrón con descaro, voluntariamente idiota y a mucha honra. Toda una metralleta de ocurrencias y salidas de tono, ninguna de ellas pensada dos veces. Y gracias a ello se siente tan loco, tan libre, tan fresco. Gracias a ello el título posee tantísimo CARÁCTER.

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Mecánicamente hablando, God Hand es un muy buen beat 'em up, pero no es excelente. Sus batallas contra jefes son constantes y demasiado numerosas, y a medida que avanzamos nos damos cuenta de que, pese a la deliciosa variedad de movimientos y combinaciones, el modus operandi se reduce a tratar de adivinar cuándo va a cubrirse el enemigo para romper su guardia. Eso y soltar todos los ataques especiales + God Hand en cada boss fight para acumular daño gratis. Hacia el final el juego se hace un pelín cuesta arriba. Agota.

Si la base mecánica no estuviese a la altura, ni todo el carácter o la gracia del mundo salvarían a God Hand, pero que God Hand sea más que solo un buen videojuego es gracias a ese desparpajo. Tan solo échese un vistazo al tema principal. Su tono, su letra... he ahí la prueba. Eso es God Hand, un buen dragon kick your ass into the Milky Way (Milky Way!).

El primer Sonic trajo un motor de físicas sin precedentes que exprimía el impulso y la aceleración del avatar como ningún plataformas hasta la fecha. A nivel diseño el juego era muy disperso, no sabía si abierto o cerrado, precisión o velocidad, exploración o sortear obstáculos. No sabía lo que quería ser, pero abrió camino, dejó entrever nuevas posibilidades para el plataformeo.

Sonic 2 eligió definir su diseño en torno a la velocidad (prueba de ello, la mecánica del Spin Dash) e instauró la fórmula Sonic clásica. Basándose sobre todo en Star Light Zone del título debut, los niveles intercalarían tramos de sortear obstáculos con tramos de velocidad. Esquivábamos algunas trampas y enemigos y luego empleábamos el entorno de alguna manera para navegar velozmente (en cuasi-cinemática) hasta el siguiente tramo plataformero. Sonic había encontrado un ritmo, ya se sabía algo concreto.

Sonic CD es el más singular de los Sonic de Mega Drive. De diseño obviamente chapucero y tan disperso o más que el primero, evitó el ritmo definido por la velocidad de la segunda entrega para exprimir el movimiento del avatar (y su motor de físicas) a través del escenario hasta niveles hiperbólicos. Y encima le dio profundidad a la velocidad como mecánica, haciendo que mantenerla durante largo rato nos obsequiase con acceso a mapas nuevos (viajar en el tiempo) y distintas rutas, propiciando la exploración de cada uno de los escenarios. No termina de funcionar por farragoso, pero Sonic nunca prometió tanto futuro.

La fórmula de Sonic 2 revela síntomas de estancamiento en Sonic 3 & Knuckles, título que trata de expandirla revelando lo limitado de su naturaleza por el camino. Los mapas ahora son más grandes y enrevesados y aumentan sus caminos, se añade un nuevo personaje, cada zona cuenta con sus propios gimmicks y el cambio de un nivel a otro procede mediante transiciones que conforman una pequeña narrativa de viaje. Ya no había grandes ideas nuevas y las novedades eran apenas expansiones o leves giros de tuerca. Sonic 3 & Knuckles es el juego ambicioso de la franquicia, el que deja de buscar para retocar. Parecía el final de un camino, y en cierto modo así fue.

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Estos videojuegos son de 1991, 1992, 1993 y 1994. A mi juicio, todos fallidos pero interesantes a su particular manera, dos de ellos prometedores. Pueden gustar más o menos, pero cada uno aporta, todos supusieron algo en su tiempo y tienen razón de ser. Sonic Mania, de 2017, no tiene razón de ser.

Es sangrante que de un año a otro existiese avance con las primeras entregas y que, veintipico años después, aparezca un sucesor que no hace nada nuevo, cuya única mecánica propia es accesoria y con la mitad o más de sus niveles reciclados de los ya existentes en Mega Drive, tres cuartos de lo mismo para la música. Un recopilatorio pasado por el filtro de Sonic 3 & Knuckles, punto en que se quedó la fórmula clásica y punto en el que, aún a día de hoy con Sonic Mania, continúa. ¿Por qué existe Sonic Mania? ¿Cuál es el propósito de imitar los Sonic de Mega Drive en 2017? Sonic 2D continuó en portátiles y a pocos importó. La principal franquicia de Sonic tiró por otro lado.

Ya lo sé. Es nostalgia, es "Mania". No es un nuevo Sonic, es un remix. Lo mismito, retocadito. Pero para jugar el Sonic de antes existe el Sonic de antes. Sonic, Sonic 2, Sonic CD y Sonic 3 & Knuckles. Incluso los que vinieron luego. Ninguno de ellos el festival de conservadurismo y estancamiento en el pasado que supone Sonic Mania.

De pasado y futuro, nostalgia y cambio. No podemos estancarnos en el éxito de Ocarina, hay que seguir adelante. Hundamos Hyrule, demos la batuta a los niños. Pero ojo, que la leyenda es eterna y permanece. La trifuerza reaparece, la historia se repite. Ganon atacará, Link vestirá ropajes verdes y empuñará la espada maestra en rescate de Zelda. Y resolveremos amasijos de puzzles ambientales con llaves y puertas, ítem de turno y boss fight pertinente mal llamados mazmorras, claro. Destino, tradición, etcétera.

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Hace años no me convencía del relato antinostalgia de Wind Waker que repitiese la historia del héroe a pies juntillas. Que Tetra dejase de ser ella, con todo su carácter e iniciativa, desde que se revelase su identidad. Lo encontraba contradictorio, tanto soplar el viento y navegar hacia el futuro y no anclarse en el pasado pero luego ropas verdes, espada de luz y Zelda a cumplir su rol de damisela en apuros. Pero tras esta rejugada he dejado de verlo así: una vez vencido el mal los niños son liberados de toda atadura y navegarán libres el mar en busca de su propia tierra, su propio futuro, y Hyrule mientras tanto sepultado bajo las aguas. Que la historia se repita cada cierto tiempo es precisamente lo que la vuelve leyenda. Porque es más grande que el tiempo, inmune a derivas y cambios. Solo eso da sentido a las profecías, a la existencia de dioses y poderes mágicos ancestrales. Es el destino. Y ahora creo que ambas filosofías pueden convivir.

Lo que sí empaña el alegato es el tradicionalismo en diseño, que no termina de dejar volar al juego, lastrando este nuevo mundo con las conveniencias y convenciones de siempre. The Wind Waker mira hacia adelante pero solo a medias, cuando conviene. Y tras él vendría Twilight Princess, la más conservadora de todas las entregas principales en la historia de la saga. Como para fiarse de la palabra de Nintendo. Así de convencidos estaban en su discurso.

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El Zelda con más carácter. A cambio de solemnidad, sentido del humor. Marcadísimas expresiones faciales para mayor expresividad de los personajes y una inteligencia artificial súper reforzada para mayor dinamismo en combate. El resultado, casi siempre, comicidad y carisma. Y lo que más me ha llamado la atención en esta rejugada: hasta qué punto es juguetón The Wind Waker. No ya solo los enemigos (que pierden y buscan sus armas, que reaccionan cuerpo a cuerpo, que se queman solos o golpean entre ellos), sino la fluidez del combate, con puntuaciones musicales a cada espadazo, botón de contraataque, ataques por la espalda... Más: los saltitos del barco en el mar, los combates en barco a cañonazos, el uso de la hoja para planear (antecedente de la archiempleada paravela de Breath of the Wild). ¡Hasta recoger ítems! Con jarrones o enemigos que desparraman un buen puñado de rupias y objetos con tiempo limitado para ser recogidos, los instantes más Mario de este Zelda.

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Jugar The Wind Waker es un cúmulo de sensaciones encontradas, algo habitual en Zelda, pero su mar convence. Ya no es 2002 y no asombra por novedoso o inaudito, pero aún se sostiene como lugar. Por su amplitud, por esa navegación libre rellenando poco a poco nuestra carta náutica, por esa búsqueda y seguimiento de mapas del tesoro, por esos encuentros (con calamares gigantes, submarinos, hasta un barco fantasma). A bordo de nuestro barquito de vela, conduciendo el viento, avistando siluetas en el horizonte, acompañados de esa pieza musical que a estas alturas sobra adjetivar. Es cierto que la "aventura" es demasiado blanda: sus mazmorras son la sucesión de acertijos insípidos y tediosos de siempre (pero peor), la escasez total de dificultad en combate elimina toda sensación de peligro y miedo y tensión, y el uso de objetos candado en tantas de sus islas hace de ellas un artificio. Pero también es cierto que, como sucede con varios Zeldas de los 90, el juego está repleto de belleza. De poética. Algo que sigo buscando y muy rara vez encuentro en videojuegos, al menos de esta forma.

Al principio del juego abandonas tu isla natal para salvar a tu hermana pequeña. Desde el barco pirata miras atrás y te despides con tristeza. Cuando ya acabado el juego y tras los créditos zarpas de nuevo con los piratas, quien se despide triste es tu hermanita desde el muelle, de vuelta y a salvo. Tú miras adelante.

¿Cuántos videojuegos y relatos japoneses hay sobre crecer? ¿Sobre la infancia y perderla, sobre la transición a la adultez y la magia e inocencia desvaneciéndose por el camino? Y, sin embargo, unos pocos Zelda destacan por encima de casi todos a ese respecto. Entre ellos, The Wind Waker es el único cuya óptica es la de afrontarlo, esta vez sí, sin mirar atrás. El único que pone la vista en el horizonte para con optimismo tomar las riendas del porvenir. Hagamos nuestro propio futuro. El viento nos llevará. DEP Kiarostami.

Parecía una imitación de Hotline Miami, pero no.

En Ape Out no podemos avistar a los enemigos desde lejos. Un efecto de profundidad hace que las paredes tapen nuestro ángulo de visión hasta que nos asomamos por ellas. Esto lo cambia todo, porque evita que planeemos nuestros movimientos con antelación. Además, la posición de enemigos y otros elementos del escenario cambia tras cada intento, no vaya a ser que tiremos de memoria. Vamos, que el diseño propicia un estilo de juego reactivo: que el jugador no se acomode, que opere sobre la marcha, que improvise.

En Hotline Miami entrabas al edificio, observabas la situación y operabas en consecuencia. No es que trazásemos un plan, pero existía cierto cálculo, cierta táctica. En Ape Out tiras pa'lante y te adaptas a lo que surja. Y tiene todo el sentido: uno es un juego de asaltar, el otro de huir. En uno vas armado, en el otro estás indefenso.

Por eso Ape Out tiene tanto que ver con el jazz, por eso encarnas a un primate (en vez de a un humano) y por eso el objetivo es escapar. La acción ha de sentirse improvisada, urgente, desesperada incluso. Y lo consigue.

Ghost Trick vive de una presentación superlativa, tanto que ella, casi solita, levanta lo que sería un original y simpático pero algo insípido y reiterativo juego de puzzles con historia extra-rocambolesca.

Pienso en la fisicalidad de los personajes, siempre completos en pantalla y de lenguaje corporal expresivamente animado; pienso en sus muy claras y particulares expresiones faciales, representadas en las ilustraciones que les dan cara (y que cambian siempre acompañadas de característicos efectos de sonido); y pienso en cómo el apartado sonoro genera tanta personalidad (con pegadizas melodías asociadas a los diversos personajes) e intensidad dramática (con esos cortes y cambios y crescendos musicales, y el sonido con el que se enfatizan y exaltan las líneas de diálogo).

Y todo esto como vehículo a un efecto de constante cliffhanging, con una trama basada en plantear enigmas que se resuelven formulando otros nuevos. Uno juega Ghost Trick completamente sumergido por el ansia de obtener respuestas. Y el juego las da, solo que cuando lo hace plantea nuevas preguntas, atrapándonos en su sucesión de intrigas interconectadas espectacularmente potenciadas por la presentación, que lleva cada nueva revelación a muy altas cotas de intensidad.

Una excusa gigante y enrevesada para hacer sufrir a la protagonista. Todo vale para sacarla llorando o gimiendo o sintiendo dolor en general. El juego pretende hacer ver que lo que ocurre es horrible y debe hacernos sentir mal, pero al mismo tiempo se regocija en ello repetidamente, sugiriendo sin querer un gusto por el dolor ajeno. El femenino, concretamente.

Pornomiseria. Y, para colmo, ridícula.

This review contains spoilers

El momento más revelador y definitorio de Spec Ops: The Line es aquel en que ordenamos el lanzamiento aéreo de fósforo blanco sobre el enemigo, representado visualmente como un cúmulo de puntitos blancos en nuestra pantalla de ordenador portátil, que a su vez refleja nuestro rostro (el del protagonista) mientras ejecutamos la operación. Así, el juego superpone la matanza a nuestro careto, como imprimiéndola en nuestra conciencia, y uno se pregunta si no será eso lo que el capitán verá a partir de ahora cada vez que se mire en el espejo.

Tras ese momento, en el que por cierto acabamos con numerosas vidas de civiles por error, el juego se aboca a un camino de locura y muerte en que cada vez se hace más evidente que no somos salvadores, sino verdugos.

Hay dos maneras de interpretar esto y de ello dependerá nuestra valoración del juego. Podemos leer los sucesos como un metacomentario acerca de nuestras acciones al mando, ya sabéis, esa infame acusación pseudoreflexiva de "mira, jugador, tú estás matando, tú estás haciendo esto, reflexiona y siéntete culpable". O podemos leerlos de forma más literal (o directa, o diegética), como algo que le ocurre al protagonista y no a nosotros. Yo me decanto por la segunda, siendo para mí la propuesta un tour de force insano por la guerra y hacia la locura, Apocalypse Now como plantilla, y no tanto el pedante y banal discurso meta que muchos le achacan.

Como revisión de aquel descenso a los infiernos no es gran cosa, si acaso un blockbuster shooteril de ritmo conseguido y alocada recta final que parece cuestionarse (aunque no convincentemente) la misión de tropas patrias en terreno extranjero, y como extensión la idea general de autojustificación: uno siempre se ve a sí mismo como el bueno, aunque no lo sea. Ese viejo "todo el mundo tiene sus motivos". Así es como experimenté yo el juego, al menos: un relato videojueguil violento e insano sobre el punto de vista, no un metarreproche hipócrita a la complicidad del jugador con violencia videojueguil.

La mayoría de mis conocidos piensan que el juego es malo o muy malo, pero yo no lo veo así.

Phoenix Wright: Ace Attorney fue un logro. Su presentación del pleito legal reformulado como duelo de épica teatral en clave animesca permanece como uno de los mayores hallazgos del año 2001 (su fecha de salida en Japón). Los juicios eran un campo de batalla donde los enfrentamientos entre abogados se nutrían de lo hiperbólico y lo fantástico, del humor y los constantes vuelcos argumentales. Era un fuego cruzado de contraargumentos que sonaban como puñetazos, precedidos de exclamaciones emblemáticas (Objection! Take that!) y acompañados de leitmotivs hiperclimáticos. Cada duelo en la corte suponía un intenso vaivén de jaques (sorpresas y deducciones) que vencíamos en un éxtasis climático. Se trata de un triunfo en el apartado de la presentación, el gran don de Shu Takumi: supercaracterísticos personajes, fisicalidad y exageración del lenguaje corporal, expresiva puesta en escena (esos planos y cortes) y, por supuesto, un excepcional apartado sonoro basado en el impacto. Uno casi podía sentir adrenalina en los puntos álgidos de cada uno de los casos. Por todo eso, a día de hoy, el juego es justamente recordado como un clásico.

Lo que no quita su interminable exposición, los largos trámites que conlleva cada investigación, el infantilismo general en tono y jugabilidad. El aporte de Phoenix Wright al género de novela visual es incalculable, aunque la experiencia final, a mi juicio, poco convincente. ¡Pero la saga continuó! Y no con pocas entregas. Había tanto margen de cambio y mejora que cualquiera creería, me ocurrió a mí, que tras más de quince años la cosa habría mejorado notoriamente.

Y aquí me hallo, terriblemente decepcionado con The Great Ace Attorney Chronicles en 2021. Tantos años y entregas después los cambios sustanciales son nulos y hasta los insustanciales escasos. La presentación sigue a rajatabla lo logrado por el primero pero con menos gancho, pese a un mayor presupuesto. La "interminable" (así la calificaba) exposición ha ido en aumento, el infantilismo en lógica y jugabilidad ha empeorado, la tediosa investigación y los diálogos en general se han alargado y, aunque me he reído con la carismática adaptación de Sherlock Holmes, ese giro final con uno de los personajes es de tal ridiculez que roza lo insultante. Y lo peor es que, saliendo de la nada, uno se lo huele desde muy al principio tan solo por el tono y la muy barata lógica interna que se gasta el guion.

Muchos videojuegos me decepcionan, no me convencen, apenas me gustan o en ocasiones incluso me disgustan, pero rara vez me ocurre lo que me ha ocurrido con The Great Ace Attorney Chronicles: siento que he perdido el tiempo.

Hacer un videojuego sobre agentes secretos de la psique. Adentrarnos físicamente en los pensamientos de los demás, cada mente un mundo. Sin reglas, sin necesario apego a lógica espacial alguna, con la imaginación como único límite a lo que pueda presentarse en pantalla. Y que no haya nada nuevo ni original ni creativo ni salvaje ni sorprendente en él. Que todo sea apenas adorno pseudosurrealista para las ideas más masticadas, el diseño más convencional, el desarrollo más anodino, la jugabilidad más blanda. Supongo que los rincones más recónditos de la mente se rigen a rajatabla por el good-game-design.

El término disonancia ludonarrativa se nos ha aparecido hasta en la sopa, pero cuando la discrepancia es entre fondo y forma, ¿qué nombre le ponemos? Para eso todavía no han sacado un palabro. Por el bien de este texto digámosle, no sé, incoherencia formafondil. Bueno, pues la incoherencia formafondil es a Psychonauts 2 lo que la disonancia ludonarrativa a BioShock. Vamos, que la contradicción es sangrante, y el videojuego un plataformas del montón repleto de coleccionables engañifa.

En su día ya me disgustó notoriamente el Psychonauts original, pero al menos aquel diseño primerizo, tedioso y chapucero poseía ambición, intentaba cosas. Cada mente una forma de operar diferente. Lo que se llama tener espíritu. ¿Esta secuela? Un doblaje con chispa en un videojuego sin alma.

En videojuegos, el golf funciona. Se trata de la incertidumbre del cálculo, esos segundos de leyes físicas generando consecuencias en cadena mientras esperamos un resultado favorable. Todo lo bueno de apostar sin nada de lo malo, con el aliciente de que aquí sí tenemos el control pues el resultado es consecuencia directa de nuestro desempeño. Que a nadie extrañe el éxito de Angry Birds, otra versión del golf videojueguil camuflada con tirachinas, pajarracos y muchos bloques.

Pero la forma más afilada de golf en videojuegos, al menos hasta la fecha, es Desert Golfing. Deslizar el dedo para trazar una línea en pantalla que traduzca, en nuestra cabeza, los futuros arcos y rebotes resultantes a través de inclinaciones varias. Dibujar la línea, soltar, y a continuación comprobar si hemos acertado. Hacer matemáticas con el dedo. Nada más (y nada menos).

Los videojuegos han avanzado tanto en el tiempo, se han llenado de tanta parafernalia (historias, sistemas de progresión, niveles, puntos, caminos, música, power-ups...) y ponen tanto músculo y esfuerzo en su presentación que, a su lado, Desert Golfing es una anomalía. No es solo su sencillez, sino el completo compromiso con su filosofía. En él, solo lo fundamental permanece: ni niveles, ni puntos, ni historia, ni power-ups, ni música y ni tan siquiera figuración alguna, o casi. Solamente la bola, el hoyo, la angulada orografía y un número (su única abstracción) en la parte superior de la pantalla: nuestros disparos. No es golf, sino golfing. No el deporte, sino lo esencial de él: el cálculo, su incertidumbre, las leyes de la física sucediendo y nuestros errores acumulándose. Ese dichoso numerito, la constatación de nuestra falibilidad, siempre arriba para recordárnosla. El título es tan puro que ni la competición se permite. Al fin y al cabo, ¿qué es la competición sino un accesorio, una mentira para dar emoción al acto? Nada, en Desert Golfing no hay cabida para accesorios ni mentiras.

Los videojuegos son un conjunto de mentiras, y nosotros les pedimos que las cuenten bien para así creérnoslas. Es lo que llamamos inmersión. Desert Golfing, en cambio, opta por el otro lado. El lado de no ser un videojuego de mentiras, sino de verdad. Una verdad, el golfing. Y ello lo convierte en una de las propuestas de diseño más radicales de su década.

Conseguido mecanismo narrativo de intriga, fallido todo lo demás.

999 es una muy rocambolesca historia en un improbable escenario con una improbabilísima secuencia de acontecimientos presentada de tal modo que el jugador empiece entendiendo cero y poco a poco vaya obteniendo pistas, respuestas, sorpresas. No por sí mismo, sino a través de una narrativa concreta. Todo en el momento y al ritmo determinados por la narración. Su cometido es intrigar e intriga, busca enganchar y engancha. Uno siempre quiere ver qué hay tras la siguiente puerta, descubrir qué ocultan otros, dar sentido a la extraña situación, desentrañar el misterio que se va fraguando. Saber qué pasa a continuación. Encuentro innegable el mérito en su meticulosa (casi matemática) construcción y justificación de sorpresas argumentales, en la minuciosidad de su esqueleto narrativo, incluso si sigue de pe a pa los pasos ya andados antes por otras ficciones populares japonesas, a las que no añade gran cosa más allá del formato. Formato que, por otro lado, no se desaprovecha aquí: que el argumento gire alrededor de experimentos con personas da verosimilitud a los puzzles, que pueden permitirse ser casi cualquier clase de acertijo a-la-escape-room sin sacrificar coherencia. En vez de ratas o monos tratando de encontrar la salida, esta vez humanos. Y, por ser humanos, resolviendo acertijos. Con la ventaja añadida de que sabemos, como jugadores, que la solución siempre se encuentra en la sala de la que intentamos escapar, solventando así esa situación tan común en aventuras gráficas clásicas de no saber qué buscar, dónde ir, siquiera qué se supone que hay que hacer. En un videojuego esencialmente narrativo, tan dirigido por su guion, esta es una buena decisión.

También valoro las ventajas que aportan a este tipo de historia los múltiples caminos posibles (siempre queda la intriga de lo no visto y elegido), y encuentro jugosa la premisa tan de ciencia ficción que al principio esconde el argumento pero va revelándose discretamente a medida que avanzamos. Lo que no me gusta y lo empaña todo es, bueno, todo lo que no es esa capacidad del juego por intrigar.

Resulta que, al ser esta una historia tan dependiente de giros inesperados y su habilidad para darles lógica (que al ser revelados nunca los esperemos pero a continuación se nos demuestre que no fue ninguna idea feliz, que estaba todo ahí desde el principio), el título debe justificarlos a base de una gran cantidad de información (para que todo conecte) y explicaciones (para entender la lógica del asunto). Esto implica que dos tercios de lo que vayamos a leer serán explicaciones y justificaciones. Es, sencillamente, demasiado. El universo del juego es incapaz de existir por sí mismo y absolutamente dependiente de su oculto narrador omnisciente, que interviene a través de los personajes y de la voz en off del protagonista. A la larga, uno empieza a notar que, de hecho, no hay interés genuino en el mundo, ni en los personajes, nada. Estos son poco más que excusas, vehículos para hacer girar el engranaje narrativo de intrigar-sorprender-justificar. Explicaciones, ejemplos, justificaciones, más explicaciones. El único personaje omnipresente es uno oculto (el narrador) y poco importan el carácter, la personalidad, o las características en general de las que se intentó dotar a cada personaje, pues en el fondo la función principal de cada uno de ellos será la de servir de interlocutor entre lo que el juego quiere explicarte y tú como receptor de esa información. Y no importa que las circunstancias sean de tensión y apuro (nueve horas para escapar o muerte), siempre hay tiempo para extensas explicaciones con minuciosos ejemplos, diapositivas e info-graphics inclusive, con preciso lenguaje cuasiacadémico, fechas y nombres exactos, términos científicos, etc.. La personalidad y forma de hablar y actuar de cada personaje se evaporará en el momento en que el juego los utilice para su "info-dumping", algo que sucederá todo el tiempo, sin cesar, pues es la única manera que tiene el rocambolesco guion de sobrevivir. Eso o que el narrador se literalizase, algo inviable con tales cantidades de información, mucho más en un videojuego que nos pone en primera persona a tomar decisiones.

Así pues, por mucho que la narración funcione como mecanismo adictivo, al consistir su estructura en personajes interactuando entre ellos y revelando partes de sus personalidades y pasados, fracasa como historia y queda en un punto intermedio como obra, como videojuego. Yo dudaba a medida que progresaba en la aventura, me cuestionaba si pesaba más lo conseguido o la evidente falta de otredad de su universo y personajes. Todo el mérito de su estructura frente a su carencia total de empaque. @Zeloid sostiene, en el último párrafo de su texto sobre The Nonary Games, que estos no tienen nada que decir, y, aunque eso es algo que resulta fácil de afirmar equivocadamente de cualquier cosa que no gusta o con la que no se conecta, debo decir que en el caso de 999 pienso exactamente igual. El juego tiene algo que ofrecer, su mecanismo narrativo de intriga, pero nada más allá de eso pues todo lo que se dice en el juego sirve al propósito de alimentar tal mecanismo. Sin ideas que comunicar, experiencias que contar o personalidades en las que profundizar.

Los momentos en que los personajes se avergüenzan, enfadan, ríen o, en definitiva, muestran quiénes son como, eso, personajes, fueron los que determinaron la balanza, para mí, negativamente. De lo que queda de ellos más allá de la transmisión de información, no hay frase o instante que no sea cliché, ni pretendida emotividad que no resulte cursi y excesiva. Para cuando alcanzamos los finales me atrevería incluso a hablar de mal gusto. Queda claro, a cada hora de juego más, que la meticulosidad matemática que caracteriza la propuesta es inversamente proporcional a su sensibilidad. Su avanzada lógica viene con carencias de sentido común y su inteligencia es algebraica, no emocional. Qué lástima.

Ah sí, y los puzzles son todos mediocres.