El viaje fantástico camino a la reconciliación de una pareja en crisis. Los jugadores, encarnando a marido y mujer, tendrán que compenetrarse para poder avanzar. Lo curioso: dada la obligatoriedad de la cooperación, lo más probable es que el videojuego cause confrontación, y no al revés. Si la pareja no está al mismo nivel de habilidad a los mandos, uno habrá de armarse de paciencia con su compañero, que a su vez se sentirá un lastre para el otro. Es fácil imaginar a la parte experimentada perdiendo la paciencia e increpando al otro. Un relato que aboga por la reconciliación provocando riñas y momentos de tensión, menuda ironía.

La verdad es que It Takes Two hace todo lo que puede para no gustarme: por un lado, es cursi y de lela narración, y por otro, lanza en sucesión todas las formas de jugabilidad que puede para mantenerse variado a costa de no profundizar en nada. No propone, solo copia, y además yo suelo ser de esos que defiende lo de "el que mucho abarca poco aprieta". Y, a pesar de todo, la realidad innegable de mi asombro y deleite muy numerosas veces durante las diez horas de partida. Las variopintas formas en que un jugador se apoya en el otro, lo juguetones que son sus escenarios (plagados de excusas interactivas para divertirse en pareja), la frescura de los tramos de velocidad, la manera en que iluminación y puesta en escena se confabulan para producir breves momentos de maravilla, y la creatividad que rezuma tras cada idea y pequeño elemento en general. Terminó por convencerme hasta la química entre personajes, que durante las primeras horas solo causaba rechazo en mí. Sonreí y me reí a menudo.

Y la escena con la elefanta, por supuesto. Tal vez la más desternillante comedia negra que haya visto en videojuego alguno hasta la fecha. Con los padres bailando de júbilo bajo las... En fin, hay que jugarlo.

El destino de nuestros dos principales protagonistas está escrito y, además, condenado a repetirse; androides y máquinas perpetúan una guerra que no es suya y cuyos artífices ya no existen; aquellos que buscan una alternativa caen irremediablemente en desgracia. Aunque sus ojos vendados, sus agrupaciones antisistema y un largo etcétera apunten a la lucha del individuo contra la sociedad, individualidad versus colectividad, la idea de fondo es mucho más amplia. Se trata de destino versus libre albedrío. Romper las cadenas no de la máquina, sino del eterno retorno.

Pero esto no es lo más interesante ni valioso del título. Es el enfoque lo que hace especial a NieR: Automata, y es que Taro no propone una crítica, sino una búsqueda. No se trata solo de cuestionar, sino de explorar. ¿Se pueden cambiar las cosas? ¿Llegaremos a ser realmente libres algún día? NieR: Automata es un montón de preguntas planteadas como posibilidades, como salidas. Distintas rutas, personajes controlables varios, múltiples ángulos de cámara, cambios de género, numerosos finales. Todo distintas vías a través de las que hallar respuestas. Un afán desesperado por ver más allá, por escapar de nuestro destino, del inevitable devenir. Perspectivismo futurista.

Y lo que más me emociona, algo de lo que se habla mucho menos cuando se discute el juego, es cómo la contienda bajo la que opera la trama (androides contra máquinas) recontextualiza nuestros actos. En un universo cuyo conflicto se sugiere predestinado e interminable, nuestros intentos por hallar una alternativa convierten nuestra búsqueda en una de paz. Liberarnos del ciclo es acabar con el conflicto, y para hacerlo debemos ponernos en la piel del considerado enemigo. Es decir, que el futuro pasa por la comprensión del otro. Nos los humanos siempre estamos en guerra, como si el conflicto viniera de serie en nuestro ADN. Así, la lucha por cambiar el porvenir pasa por la reconciliación. Para ser libres solo vale borrón y cuenta nueva.

En el final planteado como verdadero desde un punto de vista videojueguil, con la E de End para titularlo, Taro propone al jugador un sacrificio en pos de ese otro. Alguien a quien no conocemos, al azar, con la especificación de que "podría ser alguien a quien detestas profundamente". Es un acto de fe. En las personas, en la humanidad. Y, por ser este el único final que deja una puerta abierta, en el futuro. Taro lo deja claro: no hay futuro sin [E]mpatía.

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Se habla mucho del aspecto filosófico de NieR: Automata y muy poco del combativo. Sí, animesco y adolescentón y cutre-referencial, y coleccionables y upgrades y blando hacking y slashing. También visión de autor y mirada hacia delante. Ojalá más videojuegos así.

Aunque se anuncia como un RPG "con libertad de papel y lápiz", se equivocará quien piense en Original Sin como un título de corte simulacionista. De hecho, la principal característica de este juego respecto a otros del género es su enfoque en la diversión. Sí, diversión. En un RPG occidental. Casi que lo contrario.

Entré esperando decantarme por una u otra facción, resolver así o asá según qué cometido y, bueno, worldbuilding a saco y "choice & consequence" en general. Qué sorpresa cuando me veo hablando con animales, cuando intento pasar desapercibido disfrazándome de roca o arbusto, cuando consigo teletransportarme a un sitio aparentemente inaccesible pensando que he logrado abusar del sistema, cuando cometo allanamiento de morada a base de forzar cerraduras (o directamente reventar puertas, ups), cuando destino puntos de habilidad de un personaje a robar para, ejem, robar (y luego usar el teletransporte para salir pitando). Y, sobre todo, cuando me percato de que nada de esto es puntual, sino que se trata de sistemas bien definidos que le acompañarán a uno durante toda la aventura. Sin tutorial alguno que los enseñe, tan solo la curiosidad del jugador para descubrirlos y aprovecharlos.

Claro que el videojuego iba a tener multijugador (resolviendo discrepancias a piedra-papel-tijera), claro que iba a estar plagado de chistes de principio a fin, y claro que su sistema de combate (uno de los mejores combates por turnos de la historia) apostaría por un énfasis en las físicas y sería un caos de habilidades y estados alterados. Todavía hay quienes se extrañan al comprobar todo esto, pero no podría haber mayor coherencia detrás. Probar, equivocarse, reírse. Pasarlo bien. No hay elemento en Original Sin que no apunte en esa dirección.

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Nada más comenzar el juego, apenas terminado el tutorial y tras entrar en la primera ciudad, mi amigo y yo nos dirigimos al cementerio local en busca de pistas para resolver un crimen. Allí conocemos a Murphy, un perro muy simpático que nos dice venir a olisquear a su difunto dueño (¡que siempre olía muy bien!). Mi amigo tiene una pala y decidimos, por qué no, profanar un par de tumbas a ver si encontramos algo entre los difuntos. Procedemos a cavar y de donde esperábamos encontrar un cadáver sale un zombi. El bueno de Murphy, noble perrete él, acude en nuestra ayuda y se une al combate. Lo que pasa es que el zombi nos saca unos cuantos niveles y ni siquiera sabemos pelear apropiadamente, así que intentamos darnos a la fuga, traicionando la valentía del pobre Murphy, que es asesinado en un santiamén. Ahora el zombi nos persigue, saliendo del cementerio y adentrándose en la ciudad tras nuestros pasos hasta que nos topamos con dos soldados de patrulla que, al ver la situación, entran en combate y se enfrentan al zombi. Finalmente, con su ayuda, logramos derrotarlo. DEP Murphy, el perrito valiente.

Esta es la clase de encuentros que el juego propicia. Junto a épicos combates contra todo tipo de criaturas, por supuesto. Diría que fue nuestra primera toma de contacto con lo que el título tiene que ofrecer, pero en realidad hubo otra anterior en que nos hallamos rodeados por medio pueblo y no para invitarnos a comer, precisamente. Esa mejor no la cuento.

Al grano: en lo referente a narrativa, el juego es nefasto. Plantea situaciones de pretendida importancia que aparca u olvida a conveniencia, expele tufo a machonería shonenesca (y no tan shonenesca) y es tan desvergonzadamente manipulador (en su blanqueo de la delincuencia) que ni el tono animesco consigue desviar mi indignación al respecto, sinsentidos e hipérboles aparte. El juego defiende las zonas grises, pero opera bajo una filosofía de blancos y negros. Lo demás ya lo sabéis: protagonista pluscuamperfecto solucionando problemas hipercomplicados a puñetazos, el enfoque que llores y te empalmes. Y muchos, muchos giros absurdos en la trama. Vamos, un Yakuza. Y no, su prota no es el personaje imperfecto que se ha dicho, sino una versión desenfadada de Kiryu: ahora bromea y bromean con él, pero siempre tiene claro lo que quiere hacer y lo hace, siempre es justo, nunca comete errores y por ser más fuerte que los demás vencerá todas las veces. Sí, otro Goku, pelacos inclusive y ahora con un dragón a la espalda. Yakuza: Like a Dragon. Like Dragon Quest (por el RPG), pero también like Dragon Ball (por el shonen juvenil pasado de rosca).

Pero es que ni siquiera es eso. Podría tolerar, de verdad que sí, si sus mecanismos no fuesen de baratillo. Like a Dragon es la clase de historia que interviene a través de sus personajes. Los usa como altavoz de aquello que los desarrolladores quieren decirnos, directa y a veces casi explícitamente. Piensan en voz alta, gritan lo que sienten para forzar una emoción que no alcanzan los sucesos y explican cada nuevo acontecimiento para que hasta el jugador menos atento no se pierda. Vamos, que los personajes exponen lo que el juego es incapaz de expresar. El título te dice lo que debes sentir, en imperativo, consiguiendo que (yo) lo sienta menos. Y esa distancia entre lo pretendido y lo logrado, al menos en mí, genera un efecto de incomodidad que a veces, en sus momentos más melodramáticos, alcanza la vergüenza ajena.

Volví a Yakuza tras mi experiencia negativa con Zero a ver si los cambios de Like a Dragon (nuevo protagonista, aventura en grupo, sistema RPG) suponían la redención y vuelta a empezar que su argumento reencarnador sugería. Algo de eso encontré: el combate por turnos expande las posibilidades cómicas y tácticas del título, y gracias a la cantidad de posibles premios (experiencia, ítems, equipamiento, ayudas en batalla, etc.) que trae la transición a RPG la ciudad llama a ser explorada más que antes. Pero, a grandes rasgos, la cosa sigue igual.

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Adoro el sentido del humor y el mimo al contenido opcional de Yakuza. La relevancia de las pequeñas cosas, siempre las más locas y divertidas, como si la vida fuese para disfrutarla y pasarlo bien, donde y cuando sea, aprovechando cada momento y situación aparentemente intrascendentes. Los curradísimos karaokes, las sesiones de cine, misiones secundarias con personajes tan estrafalarios como entrañables. Cada rincón con suma atención al detalle, cinemáticas incluidas. Sí, la vida son las pequeñas cosas. Es, sin duda, lo mejor de estos juegos. ¡Y Yakuza: Like a Dragon es el Yakuza que más empeño pone en hacer reír! Lo que pasa es que reír, lamentablemente, es parte accesoria en estos juegos. Puede que la risa sea su corazón, pero a efectos prácticos está adherida a una genérica y mediocre estructura dramática que es su esqueleto. Es el drama lo que mueve la trama, apareciendo el sentido del humor aquí y allá pero quedando mayormente relegado a lo opcional o colindante. Reír en Yakuza es misión secundaria, su humor contenido opcional.

Y uno puede pensar: ¿cuál es el problema? Una vueltecilla por la ciudad para echarnos unas risas hasta que toque ponerse serios de nuevo ¿no? Solo que, en estos juegos, nunca quiero que llegue el momento de ponerse serios, porque sé lo que me espera. Sé el shonen prototípico por el que tengo que pasar. Esos diálogos, esa conocida vergüenza ajena. Pero es lo que se me exige para avanzar, lo que me ofrecen sus historias. Son dos mitades conviviendo: drama y comedia. Juntas pero no unidas. Una de ellas, la primordial y obligatoria, execrable.

Ese último deseo de Linebeck. La expresión de su cara (reservada al jugador, secreta para los personajes) antes de desvanecerse para siempre. Revelan la naturaleza de su carácter: le costaba abrir su corazón, eso es todo. La redención se hace de rogar y por eso es tan conmovedora. Y llega justo en la antesala de su (negada) despedida, tiñendo de tristeza la separación.

Y ese avistamiendo final con el que cierra el juego, su última imagen antes de los créditos. Se levanta la música, nos asomamos por la borda y se nos llena el corazón. Como en Link's Awakening, plano final apuntando al cielo incluido, pero mejor. Ese adjetivo que la saga ha sabido exprimir tan bien en varias de sus entregas: agridulce.

Zelda podía llegar a sentirse así a veces, podía generar arrebato en uno, llegarle a la patata. Y por eso me engañó durante tanto tiempo, haciéndome creer las mentiras de aventura y descubrimiento que sus premisas y puesta en escena contaban pero que su acomodaticio, tedioso y conservador diseño contradecía. Pasados los años, el tiempo ha conseguido que el hechizo ya no tenga efecto en mí. La mayoría de Zeldas, varios de los más célebres inclusive, son en realidad mentiras mal contadas adornadas de grandes momentos y edulcorantes melodías. Suficiente para dar el pego superficialmente, no lo bastante como para soportar una mirada crítica. No la mía, al menos.

Phantom Hourglass es terrible. ¿Cómo puede algo pretenderse leyenda o aventura y sentirse así de domesticado, tedioso, conservador, soso, insustancial? Y yo recordaba el juego como una experiencia sencilla pero decente. Por el tramposo recuerdo que deja su final, asumo.

Empieza con un flashback, una discusión con tu mejor amigo cuando erais niños, y termina con una elipsis diez años en el futuro, recordando anécdotas junto a él. El fallecimiento de tu madre es el suceso que da comienzo al juego.

Había leído que el título iba sobre comunicación, pero su historia apunta más al crecimiento. Se trata de un relato sobre labrar tu propio camino en la vida, sobre hacerte a ti mismo. También sobre los sacrificios que conllevan nuestras elecciones, sobre la inevitabilidad de dejar atrás. Y la comunicación es la herramienta que nos permite abrirnos paso en el mundo. El medio, no el fin. En Signs of the Sojourner viajamos y charlamos. Ese es su sistema de juego: movernos para conocer gente y hablar con ellos para abrirnos puertas.

Uno nunca puede abarcarlo todo, no puede conocer ni agradar a todo el mundo. Tampoco hay victoria ni derrota: las cosas salen mejor o peor, pero la vida sigue. Sin game over, sin cargar para reintentar. Y siempre el peso de la pérdida, de que uno debe sacrificar. No ítems ni acontecimientos (también) sino relaciones, vivencias, lugares. Uno sufre cuando, de vuelta a casa tras un viaje lejano, apenas congenia con Elías y los demás. Pero para descubrir y llegar lejos no hay otra salida: se ha de cambiar.

En Signs of the Sojourner, un sencillo juego de conectar cartas funciona como abstracción de nuestras conversaciones con los demás. Tras cada conversación, fructífera o no, tomamos una de las cartas de su baraja y descartamos una de la nuestra. A la fuerza. Es la influencia de los demás, el mundo haciendo mella en nosotros. Nos vamos haciendo por el camino, una parte a voluntad y otra a merced de aquellos que nos rodean. Y, al final, el peso de lo perdido, de lo que ha dejado de ser o no ha sido. Aunque, como en la vida, al menos nos quedan nuestros recuerdos.

Parecía una imitación de Hotline Miami, pero no.

En Ape Out no podemos avistar a los enemigos desde lejos. Un efecto de profundidad hace que las paredes tapen nuestro ángulo de visión hasta que nos asomamos por ellas. Esto lo cambia todo, porque evita que planeemos nuestros movimientos con antelación. Además, la posición de enemigos y otros elementos del escenario cambia tras cada intento, no vaya a ser que tiremos de memoria. Vamos, que el diseño propicia un estilo de juego reactivo: que el jugador no se acomode, que opere sobre la marcha, que improvise.

En Hotline Miami entrabas al edificio, observabas la situación y operabas en consecuencia. No es que trazásemos un plan, pero existía cierto cálculo, cierta táctica. En Ape Out tiras pa'lante y te adaptas a lo que surja. Y tiene todo el sentido: uno es un juego de asaltar, el otro de huir. En uno vas armado, en el otro estás indefenso.

Por eso Ape Out tiene tanto que ver con el jazz, por eso encarnas a un primate (en vez de a un humano) y por eso el objetivo es escapar. La acción ha de sentirse improvisada, urgente, desesperada incluso. Y lo consigue.

Prueba de lo poco que entendemos los videojuegos en realidad, y de que a veces lo que los hace buenos o malos está en los hilos invisibles que sostienen aquello que apreciamos a primera vista.

Resident Evil 5 empeora considerablemente lo conseguido por su antecesor pese a mejorar el sistema de combate, que es la base de la propuesta. Ahora podemos finiquitar enemigos derribados de un pisotón en lugar de esperar a que se levanten, lo que agiliza el ritmo de los encuentros, y el nuevo modo cooperativo propicia dinámicas de compenetración que enriquecen la jugabilidad. El inventario, antes un pequeño minijuego de optimización de espacio, ahora es un plus para la acción: reduciendo el espacio para ítems nos obliga a sacrificar armamento y evita que vayamos sobrados de munición, y su nuevo uso a tiempo real fuerza instantes de tensión cada vez que queremos usar granadas o hierbas curativas o lo que sea. Además, al estar compuesto de unos pocos huecos separados a los que hay asignado un botón, dónde se pone cada cosa importa. Sin necesidad de malgastar minutos colocando y ordenando, librándose de las pausas in-game y reservando todo el tiempo posible para la acción. Debería haber sido el mejor Resident Evil, pero no fue así.

Resident Evil 5 es el primer videojuego de la franquicia ya cien por cien juego de acción. El título está fundamentalmente conformado por set pieces, reduciendo la importancia de la navegación, y con esto se pierde la parte de recorrer un mundo y sentir que uno avanza y descubre y a ver a dónde demonios voy ahora. Además, es todo tan rocambolesco y estúpido y, sobre todo, se siente tan inconexo, que uno nunca termina de estar ahí. No es solo cuestión de atmósfera, sino de continuidad e inmersión. Y lo peor de todo es el diseño. Lo que hacía funcionar tan bien la acción de Resident Evil 4 era su manera de rodearnos de enemigos. Básicamente, el juego se resumía en llegar a un lugar y ser emboscado para acto seguido tener uno que sacarse las castañas del fuego como buenamente pudiera. Control de masas. Y la clave de un buen control de masas está en el posicionamiento respecto al enemigo, cosa que aquel título sabía exprimir con sus escenarios, más cerrados y limitantes. Siempre sentíamos el agua al cuello, incluso cuando no era del todo así, y cada cambio de arma o granada empleada se sentía crucial. Pero en Resident Evil 5 esto apenas sucede. Siempre hay demasiado espacio, siempre es fácil acabar con los esbirros o huir o encontrar coberturas. Y, si no, tu compañero ya te echa un cable. Su énfasis en el espectáculo es agotador y su acción, pese a la aparente mejora, sabe a menos. Es un videojuego decente, pero decepcionante y en cierta medida insustancial.

El primer Sonic trajo un motor de físicas sin precedentes que exprimía el impulso y la aceleración del avatar como ningún plataformas hasta la fecha. A nivel diseño el juego era muy disperso, no sabía si abierto o cerrado, precisión o velocidad, exploración o sortear obstáculos. No sabía lo que quería ser, pero abrió camino, dejó entrever nuevas posibilidades para el plataformeo.

Sonic 2 eligió definir su diseño en torno a la velocidad (prueba de ello, la mecánica del Spin Dash) e instauró la fórmula Sonic clásica. Basándose sobre todo en Star Light Zone del título debut, los niveles intercalarían tramos de sortear obstáculos con tramos de velocidad. Esquivábamos algunas trampas y enemigos y luego empleábamos el entorno de alguna manera para navegar velozmente (en cuasi-cinemática) hasta el siguiente tramo plataformero. Sonic había encontrado un ritmo, ya se sabía algo concreto.

Sonic CD es el más singular de los Sonic de Mega Drive. De diseño obviamente chapucero y tan disperso o más que el primero, evitó el ritmo definido por la velocidad de la segunda entrega para exprimir el movimiento del avatar (y su motor de físicas) a través del escenario hasta niveles hiperbólicos. Y encima le dio profundidad a la velocidad como mecánica, haciendo que mantenerla durante largo rato nos obsequiase con acceso a mapas nuevos (viajar en el tiempo) y distintas rutas, propiciando la exploración de cada uno de los escenarios. No termina de funcionar por farragoso, pero Sonic nunca prometió tanto futuro.

La fórmula de Sonic 2 revela síntomas de estancamiento en Sonic 3 & Knuckles, título que trata de expandirla revelando lo limitado de su naturaleza por el camino. Los mapas ahora son más grandes y enrevesados y aumentan sus caminos, se añade un nuevo personaje, cada zona cuenta con sus propios gimmicks y el cambio de un nivel a otro procede mediante transiciones que conforman una pequeña narrativa de viaje. Ya no había grandes ideas nuevas y las novedades eran apenas expansiones o leves giros de tuerca. Sonic 3 & Knuckles es el juego ambicioso de la franquicia, el que deja de buscar para retocar. Parecía el final de un camino, y en cierto modo así fue.

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Estos videojuegos son de 1991, 1992, 1993 y 1994. A mi juicio, todos fallidos pero interesantes a su particular manera, dos de ellos prometedores. Pueden gustar más o menos, pero cada uno aporta, todos supusieron algo en su tiempo y tienen razón de ser. Sonic Mania, de 2017, no tiene razón de ser.

Es sangrante que de un año a otro existiese avance con las primeras entregas y que, veintipico años después, aparezca un sucesor que no hace nada nuevo, cuya única mecánica propia es accesoria y con la mitad o más de sus niveles reciclados de los ya existentes en Mega Drive, tres cuartos de lo mismo para la música. Un recopilatorio pasado por el filtro de Sonic 3 & Knuckles, punto en que se quedó la fórmula clásica y punto en el que, aún a día de hoy con Sonic Mania, continúa. ¿Por qué existe Sonic Mania? ¿Cuál es el propósito de imitar los Sonic de Mega Drive en 2017? Sonic 2D continuó en portátiles y a pocos importó. La principal franquicia de Sonic tiró por otro lado.

Ya lo sé. Es nostalgia, es "Mania". No es un nuevo Sonic, es un remix. Lo mismito, retocadito. Pero para jugar el Sonic de antes existe el Sonic de antes. Sonic, Sonic 2, Sonic CD y Sonic 3 & Knuckles. Incluso los que vinieron luego. Ninguno de ellos el festival de conservadurismo y estancamiento en el pasado que supone Sonic Mania.

2019

Al explorar tan concienzudamente los posibles efectos y dilemas éticos del uso de la tecnología en el área de la salud mental, Eliza corre el riesgo de que se pase por alto lo que de verdad quiere decir. En primera instancia, la novela visual divaga acerca de las posibilidades de la tecnología como medio a un bienestar y salud mayores desde un punto de vista psicológico y los límites de tal idea dentro del sistema. El juego imagina la inteligencia artificial no como entidad propia con libre albedrío, que es la aproximación más común del tema en ficción, sino como posible herramienta de felicidad y su evolución dentro de los engranajes del capitalismo. Tan solo por este punto de vista, más original y terrenal, bien valdría reivindicar el título, lo que pasa es que, en el fondo, Eliza no va de eso.

En uno de sus vídeos, Chris Franklin lamentaba la falta de compromiso del juego, que cuestiona sin ofrecer un punto de vista propio. Y tiene sentido: si solo reflexionas y no te posicionas, ¿dónde queda tu visión? Así no hay riesgo, ni mirada, ni dientes. Desde esta perspectiva, el título se quedaría en un relato didáctico sin nada que decir. Solo que esta aproximación da por hecho que el juego es una exploración ética y filosófica de la tecnología, cuando en realidad es una historia sobre las expectativas truncadas de la vida que, ya de paso, contiene una exploración ética y filosófica de la tecnología. Zachtronics aprovecha su interés por el tema y lo vuelca en su juego sobre aceptar las decepciones que nos da la vida, centrándose tanto en ello que resulta fácil pasar por alto lo importante.

Echad un ojo a los personajes que se nos cruzan en terapia: la artista frustrada por falta de reconocimiento, el estudiante prendado de una compañera, el tipo que va a ser padre... Lo que tienen en común es el deseo de algo que no se cumple o que, una vez conseguido, no resulta como ellos esperaban. Estos personajes, en sus casi-soliloquios, reflejan el estado de la protagonista, creadora del software que da nombre al juego.

En una escena cerca del final, un flashback muestra a los tres jóvenes programadores a las faldas de un lago, sentados junto a una hoguera con vistas al cielo estrellado. Se preguntan qué será de Eliza cuando la terminen, sueñan con cambiar el mundo y formar parte de algo que lo haga mejor. Pero, en efecto, aquello era un sueño, y pasado el tiempo la realidad no es como ellos la imaginaron.

En Eliza, encarnamos a Evelyn durante su proceso de aceptación. Ella está perdida, en etapa de transición, y a medida que toma contacto con la realidad se le van abriendo nuevas puertas. La decisión que se nos plantea al final no es nuestra solución a los problemas de la inteligencia artificial y su uso en la sociedad, sino el camino por el que preferimos redirigir nuestra vida. Y estos caminos no son ideales, ni lo que ella hubiese querido. Son la realidad de aprender a conformarse, aceptar los límites de nuestro control (una constante de escuchar sin poder intervenir durante el juego), y, bueno, tirar pa' lante como mejor podamos.

Infravalorado cuento infantil en formato videojuego sobre las dificultades de vivir ocultando un defecto o complejo a los demás. Batallar con el movimiento del pulpo protagonista para realizar hasta la tarea más mundana (caminar, mover y depositar objetos, etc.) sin levantar sospechas es la forma que tiene el juego de ponernos en la piel de quien sufre hasta en la situación menos pensada por hacerse ver como los demás. Miedo al rechazo y querer encajar, básicamente. Y, como no podía ser de otro modo, la puesta en escena elegida es la clásica familia prototípica-ideal americana, el culmen de la pretendida normalidad y el bienestar.

Mediante su separación del movimiento en distintas extremidades y el objetivo de no ser detectado, Octodad enmaraña toda situación (la tarea más nimia se vuelve un desastre, el paseo más corto una odisea) y saca risas de cada acción llevada a cabo, reformulando los arquetípicos minijuegos y tareas videojueguiles por el camino. Y el colmo lo ponen los grititos del pulpo y las pieles de plátano esparcidas por el suelo. Imposible no reírse.

Al final, se descubre el pastel y la familia acepta al padre tal y como es. Esto no es spoiler, no había otro final posible para esta comedia de corazón de oro.

Esta revisión de los dos primeros juegos de la saga Commandos (se eliminan cosas del segundo, al que se asemeja más en general, para que sea casi tan directo como el primero) quizá se antoje demasiado familiar para quien, como yo, haya jugado los originales. Aquellos títulos, estupendos, eran irregulares y problemáticos a nivel técnico. Había que tolerar, pero se hacía porque la experiencia propuesta era única y estaba muy conseguida. Y lo que viene a hacer Shadow Tactics es ofrecer esa misma experiencia sin aristas, sin puntos flojos, todo más redondo y aprovechando años de aprendizaje en diseño de nivel y otras disciplinas videojueguiles. Muy derivativo, ¿no? Por suerte, hay más.

Shadow Tactics posee dos elementos diferenciadores respecto a Commandos: las "Shadow Tactics" que dan nombre al juego, y el enfoque personal que cobra la narración. Lo primero es un sistema que permite almacenar las acciones a realizar de distintos personajes por separado para después ejecutarlas al mismo tiempo, y lo segundo una manera de conectar las misiones mediante sucesos que involucrarán emocionalmente a los personajes. El primer añadido debería ser gigantesco (por las posibilidades tácticas que abre) pero termina por ser mediano o pequeño, pues su empleo no suele ser necesario, pero el segundo, en teoría menos importante, cambia la manera en que procesamos nuestros actos, que terminarán por volverse cuestión personal, generando ese "efecto viaje" tan presente en videojuegos de aventura y que uno nunca esperaría en una propuesta así.

En videojuegos, el golf funciona. Se trata de la incertidumbre del cálculo, esos segundos de leyes físicas generando consecuencias en cadena mientras esperamos un resultado favorable. Todo lo bueno de apostar sin nada de lo malo, con el aliciente de que aquí sí tenemos el control pues el resultado es consecuencia directa de nuestro desempeño. Que a nadie extrañe el éxito de Angry Birds, otra versión del golf videojueguil camuflada con tirachinas, pajarracos y muchos bloques.

Pero la forma más afilada de golf en videojuegos, al menos hasta la fecha, es Desert Golfing. Deslizar el dedo para trazar una línea en pantalla que traduzca, en nuestra cabeza, los futuros arcos y rebotes resultantes a través de inclinaciones varias. Dibujar la línea, soltar, y a continuación comprobar si hemos acertado. Hacer matemáticas con el dedo. Nada más (y nada menos).

Los videojuegos han avanzado tanto en el tiempo, se han llenado de tanta parafernalia (historias, sistemas de progresión, niveles, puntos, caminos, música, power-ups...) y ponen tanto músculo y esfuerzo en su presentación que, a su lado, Desert Golfing es una anomalía. No es solo su sencillez, sino el completo compromiso con su filosofía. En él, solo lo fundamental permanece: ni niveles, ni puntos, ni historia, ni power-ups, ni música y ni tan siquiera figuración alguna, o casi. Solamente la bola, el hoyo, la angulada orografía y un número (su única abstracción) en la parte superior de la pantalla: nuestros disparos. No es golf, sino golfing. No el deporte, sino lo esencial de él: el cálculo, su incertidumbre, las leyes de la física sucediendo y nuestros errores acumulándose. Ese dichoso numerito, la constatación de nuestra falibilidad, siempre arriba para recordárnosla. El título es tan puro que ni la competición se permite. Al fin y al cabo, ¿qué es la competición sino un accesorio, una mentira para dar emoción al acto? Nada, en Desert Golfing no hay cabida para accesorios ni mentiras.

Los videojuegos son un conjunto de mentiras, y nosotros les pedimos que las cuenten bien para así creérnoslas. Es lo que llamamos inmersión. Desert Golfing, en cambio, opta por el otro lado. El lado de no ser un videojuego de mentiras, sino de verdad. Una verdad, el golfing. Y ello lo convierte en una de las propuestas de diseño más radicales de su década.

A Hover le pasa lo que a muchos títulos que nacen de un elemento específico ajeno a sistema alguno: sufre a la hora de convertirlo en juego. Sonic era un innovador motor de físicas en busca de un diseño de nivel, No Man's Sky un universo procedural en busca de un sistema jugable. Hover, afortunadamente, es dos cosas que funcionan bien juntas: sus mecánicas de movimiento y el mundo sobre el que las empleamos. Pero es un plataformas 3D, y a los plataformas 3D les cuesta reconciliar la navegación de sus entornos con el propósito del diseño de nivel. A más natural y abierto el entorno, más difícil darle propósito jugable. Más mundo igual menos nivel. Le pasó a Mario en sus primeros pasos por el 3D y le pasa todavía más a Hover, que como arquitectura a explotar mediante el movimiento es sobresaliente pero como videojuego por el que progresar deficiente.

Lo mejor de este juego viene al alcanzar su segunda ciudad, momento en que sus bondades alcanzan su cénit. Dominando ya mejor los métodos de aceleración y "grind" de paredes, y con la segunda ciudad presentándose mucho más amplia y vertical que la ya estupenda primera, comenzamos a atravesar y trepar el escenario a toda velocidad, lanzándonos desde rascacielos (con emocionante efecto de vértigo) para aprovechar el rebote con el suelo y buscando distintas cimas que conquistar. Pocos plataformas me han dado el placer que exprimir la movilidad de Hover llegado este punto del juego, pese a lo fallido de gran parte de la propuesta. A mi juicio, este hallazgo bien vale para reivindicarlo muy por encima de Jet Set Radio, su principal inspiración.

Además, aquí los gamers viven en las cloacas. Literalmente.

Una excusa gigante y enrevesada para hacer sufrir a la protagonista. Todo vale para sacarla llorando o gimiendo o sintiendo dolor en general. El juego pretende hacer ver que lo que ocurre es horrible y debe hacernos sentir mal, pero al mismo tiempo se regocija en ello repetidamente, sugiriendo sin querer un gusto por el dolor ajeno. El femenino, concretamente.

Pornomiseria. Y, para colmo, ridícula.